A varios kilómetros de la tragedia —y con familia no tan lejana que ha salvado su vida en Alfafar— ha resultado insoportable seguir, consumir o digerir, de una manera higiénica y sin taras políticas el relato y el transcurso de los hechos de la catástrofe provocada por la asquerosa Dana que hace una semana destrozó parte de Valencia y de la Sierra del Segura.
Nada que no nos pille de sorpresa. La contaminación informativa ya se hizo palpable y lamentablemente inherente en los relatos de las dos tragedias nacionales que precedieron a ésta: el 11 de marzo de 200 —aún sin esclarecer y cuando todo cambió para siempre— y la crisis de la pandemia en 2020.
Fue el fin de semana, con los recuentos de cadáveres aumentando con saña y con las escalofriantes historias que contaban los vecinos de los distintos pueblos afectados por televisión (familiares desaparecidos, negocios destrozados, vidas arruinadas) cuando el pueblo español de andar por casa se empezó a dar cuenta, movilizándose a la postre, de la gravedad que había alcanzado el asunto.
Y fue el miércoles por la mañana, unos días antes, con la devastación de la tormenta salvaje apenas instaurada, como recién regada, y con los primeros cuerpos flotando entre el barro, cuando con un gobierno autonómico incapaz que estaba, y aun está, a por uvas, los diputados del Congreso —la de cosas que podría haber hecho la Cámara Baja esa mañana— se reunían sin mucha prisa para aprobar la reforma del Consejo de Administración de RTVE.
Conviene traerlo y recordarlo para poder poner en perspectiva la salida por patas deshonrosa e indecorosa —como todo lo que une a su persona— del presidente del Gobierno en Paiporta el pasado domingo. Y de la rabia y desolación de la que se armaron los pobres vecinos para acentuar su huida. Explica también la cantidad de dudas y desconcierto que presentaron los vecinos abandonados y arruinados al ver a los Reyes, qué en un papel digno pero preocupante no sabían ni que decir, en la misma comitiva. Cinco días de cadáveres desaparecidos, cortes de luz interminables y calles totalmente destruidas e intransitables dónde nadie vio un militar auxiliar a nadie. Solo el mismo pueblo llano —sudando de trámites burocráticos— fue el que salvó lo que se podía salvar aquellos días de abandono institucional. La única mano amiga que encontró el valenciano desamparado fue la del hijo de vecino. Y la de una oleada de juventud que creó una infraestructura solidaria en todo un pais en tiempo record mientras que en las Consejerías se seguiría mareando vilmente el papel discutiendo cuestiones de competencia.
¿Cómo no iba a salir el Estado, el Estado de Derecho, el setentayocho, los poderes públicos huyendo y a pedradas de barro de la zona cero de la tragedia, tras haber dejado abandonadas a su suerte a decenas de miles de familias? ¿Cómo se explica que Felipe VI esté tan sumamente atado de manos para asumir ciertas competencias en momentos tan decisivos y pertinentes para un país que se está muriendo? ¿Qué sentido tiene la lanzada de trastos a las cabezas entre peperos y progres con cientos y cientos de muertos en Valencia? ¿A dónde coño quieren llegar? ¿Cómo no se va a hablar de un Estado fallido y de juguete cuándo ha sido incapaz de, ya no salvar, sino estar con su pueblo en una de sus peores jornadas de la historia?
Cientos y cientos de preguntas —como de familias destrozadas— ha dejado la asquerosa Dana para ir arrojándoles luz y dándoles respuesta en los próximos meses. Entre todas ellas, una que sobresale entre las demás y será esta la que perseguirá a sus responsables, en particular, y al sistema instaurado, en general, en el trascurso de la historia.
¿Quién estuvo y protegió a los españoles cuando más lo necesitaron?
La respuesta ya la tienen. Y hiela la sangre.