Paseo con un amigo, le observo. Él estuvo allí siempre. Cuando nada ocurría, cuando todo estaba por ocurrir; cuando ocurrió todo y cuando todo cesó. Es domingo por la tarde. Es febrero y ha anochecido. Nosotros tomamos una cerveza helada en una terraza sin estufa. Ni siquiera tenemos el vicio de fumar como excusa para esta estupidez. Conversamos.
Ayer fue su cumpleaños, lo sé porque él me ha hecho caer en la cuenta. Ha tejido los hilos de la conversación hasta que he caído sola, como en una trampa cavada en el suelo. Con esa misma sensación de vértigo. Socarrón, me ha dicho: «Tranquila, eso no ha hecho que no los cumpla». Y se ha reído con una carcajada atronadora.
Recordamos algunas cosas como hacemos siempre, aunque cada vez nos lleva más tiempo, ahora ya tenemos quince años hacia los que retroceder. Él dedica su vida al estudio, pero desde mucho antes hablaba como quien ha reflexionado profundamente sobre cada persona que le rodea. Como si él, al contrario que todos los demás, se detuviese a observar cada mínimo detalle y analizase sus consecuencias. Como si todo lo que está diciendo lo hubiese mascado frente a una chimenea fumando pipa.
Me he acordado de él y de todo esto leyendo estos días Un caballero en Moscú, esa novela de la que todo el mundo me había hablado pero que nadie me había contado. Un libro que es una compañía.
En él, su protagonista, que había sido condenado a muerte por los bolcheviques, y que ahora se encuentra bajo arresto domiciliario perpetuo en el Hotel Metropol de Moscú, se muestra práctico y divide sus rutinas diarias para no caer en la demencia: acudir al barbero, desayunar puntualmente, dedicar un tiempo determinado a la lectura y el estudio. Pero incluso allí le encuentra la vida. Y nuestro protagonista, condenado a observar la vida desde un balcón, empieza a tejerla.
Durante su lectura, uno se sumerge en un universo conformado entre las paredes de un hotel. Pasar sus páginas es pasear por unos salones que, aunque decrépitos, conservan la elegancia de otro tiempo. De este modo, pese a la decadencia, uno conserva el porte y las formas. Incluso el perfume.
Es un lugar al que acudir, una agradable conversación inacabada, un remanso de paz en un modo de vida frenético al que nos aferramos. Por eso digo que es como una compañía o como un buen amigo, porque nos para. «Pero, al enderezar la copa de cóctel justo después de aquella conmoción, ¿acaso no demostraba también su certeza de que, hasta con los actos más pequeños, uno puede reestablecer cierto orden en el mundo?».