Aproximadamente un par de décadas antes de que estallase la democracia, entró en escena la España alegre y faldicorta que trajo consigo «el veraneo» masivo en la costa. Algo parecido a lo que ahora conocemos, solo que con aderezo de buen gusto. Sonaba «Mariquilla», de José Luis y su guitarra; no existían la pringosa crema solar ni los grumos de espuma blanca que desprende de los cuerpos en la orilla; se fumaba Ideales hasta dentro del agua y los principios aún eran defendidos. Nadie imaginaba que, dentro de muy poco, tanto los ideales como los principios se esfumarían para dar paso a la decadente imitación de ser supermodernos y «uropeos». Entonces, como íbamos diciendo, inexplicablemente podías dejar las cosas en la playa sin correr el riesgo de que desapareciesen a manos del progreso y la inclusión. Es más: cuentan los veteranos, algunos con cuidado de que no les oiga nadie y otros —más quemados que las suecas de su tiempo— gritando a los cuatro vientos, que tanto la delincuencia como el miedo a un robo eran inexistentes. Implanteables. Absurdos. Simplemente, no pasaba. Como tampoco era posible que alguien sacase un aparato sin cables a través del cual se oyesen los ritmos y las letras del infierno; gracias a Dios, vivían sin saber del reguetón. Los chiringuitos tenían techos de chamizo y los padres esperaban desde allí, sin prisa, a que llegase la hora de comer. Eso, en muchos casos, aún no ha cambiado. El aperitivo nos gusta a casi todos y me atrevería a decir del mismo que quizá se trate de un esperanzador vestigio al que abrazarse con fe: la libertad y la grandeza de la vida se encuentra en las cosas pequeñas. Copa de vino, vermú o caña, o las tres sin importar el orden y el número, son, junto con el cenicero y el platito de aceitunas, un bastión sobre las ruinas. No exagero.

El ser humano es experto, sin necesidad de falsos comités, en complicarse la vida con inexplicables necesidades autoimpuestas. Lo reconozco: como fanático defensor de que la clave del bienestar corporal y vital estival se halla en estar lo más fresquito posible, no comprendo el concepto actual de ir a la playa. Mis compatriotas se hacinan o en campamentos de sombrillas con neveras descomunales o en colas interminables para poder acceder a comederos cerca del mar. Cuando hace bochorno, a veces pasan incluso más calor que en sus casas; todo es más caro que en el pueblo y no se cabe en ningún lado, pero da igual. Se desconoce impedimento posible. No has alcanzado el culmen irrefutable del curso laboral o académico si no vas a la playa. Me pregunto desconcertado en este tiempo de la diversidad cómo, entre tantos libros, el más leído puede ser el de Belén Esteban. Cómo, después de todo, pueden seguir creyendo que votar sirve para algo. Cómo puede venderse con apariencia de pensamiento alternativo la ideología prefabricada que nos taladran mañana, tarde y noche desde los medios y las multinacionales. Cómo, entre tantos lugares, durante el verano, acabamos en los mismos sobreexplotados destinos. Y, sobre todo, me pregunto quién puso de moda enseñar las tetas en la playa. No encuentro el sentido de que, unos metros más arriba, en el paseo marítimo, los pezones de las señoras sean escándalo público mientras que en la arena se asimilen con normalidad. Encuestas muy avanzadas confirman que la mayoría lo ve bien, pero es que la mayoría eligió salvar a Barrabás y, sobre todo, si a estas alturas me fiase de las encuestas, muy probablemente creería en el cambio climático provocado por el hombre o, peor aún, me habría tragado aquello de que es posible cambiar de sexo.

¿Quién ha engañado a esas pobres mujeres? Ir a la playa se ha convertido en una especie de safari-observatorio de tribus autóctonas, similares a aquellas que veíamos de niños en los documentales, donde las madres africanas lo enseñaban todo. La muestra pública de sus senos acaba radicalmente con el decoro y la elegancia de la belleza. Con el misterio de lo que es sutil o inocente. Con la gracia y la incógnita de lo desconocido. Se convierten, creyéndose libres, como en animalitos abrasando sus ubres al sol. Luego se bañan y, en el caso de las más obesas, encima flotan como globos. Entonces no sabes si reír o llorar, porque en el corazón se encuentran frontalmente, casi en batalla, primero la vergüenza ajena ante lo que es ridículo y, en segundo lugar, las ganas de desvincularte por completo de este mundo, a las que hace frente el recordatorio de que también luchamos por ellos. Aquí nada está perdido. ¿Alguien se ha acercado a explicarles que han sido creadas por Dios? ¿Cuánto tiempo llevan sin escuchar que tanto ellas como sus partes íntimas merecen mayor estima? ¿Cuántas generaciones de hombres las han tratado como mercancía barata o simples objetos de consumo? Sólo son pobres víctimas de la barbarie. Porque bárbaro es aquél que no ha sido civilizado. Vivimos tiempos que claman por una evangelización en todos los campos, sin complejos, que reestablezca la verdadera libertad en el amor y la dignidad inherente a la mujer como cuna de toda sociedad sana y libre de imposiciones deshumanizadoras, promovidas para mayor beneficio del sistema. Y todo empieza, como siempre sucede con las cosas grandes, en un pequeño gesto: hablar y tratar a las damas, aunque se empeñen en parecer la versión feminista de la mujer de Atapuerca, como nadie les ha hablado y tratado nunca. Recordarles con estilo que valen infinitamente más y, especialmente, que para ningún hombre que de verdad las quiera y valore será importante que sus pechos estén morenos. Todo lo contrario.