Hoy es Martes de Pascua y Cristo ha resucitado. De haber ganado Davidovich en Monte Carlo este comienzo me habría quedado cojonudo por la metáfora esa religiosa de los finales felices y del triunfo del Tabor sobre el Calvario. Claro que, por suerte, el Madrid remontó su Gólgota ya en las postrimerías del partido y Benzemá resucitó lo que difícilmente hubiera levantado Mr. Wonderful. Todo esto me viene a la mente cuando pienso que en el final de su existir está Prisa, cuyas acciones rondan las treinta monedas de plata, esto es, el fracaso. He leído con tanta alegría como extrañeza que Ignacio Peyró ha fichado por El País y como no será por remontar las cuentas de la empresa, ando asombrado por la jugada de Pepa Bueno.
El asombro no se debe a la prosa de Peyró, claro, sino al generoso e inteligente acuerdo de las partes, que sigue el esquema win-win que cualquier libro de autoayuda prescribe en su primer capítulo. Peyró gana porque pasa a escribir para el diario más leído de España (yo creo que Peyró echaba en falta escribir para Rajoy y Prisa es lo más parecido que ha encontrado, pero ese es otro tema). El País, por su parte, gana porque nos ha arrebatado al mejor de los nuestros. Escribió ayer José Peláez sobre esto y lo ha hecho, como siempre, antes y mejor. De él rescato la idea principal: en la derecha tenemos que hacer lo mismo, puesto que «dar luz a sus mejores voces ayudará a que sus lerdos parezcan aún más lerdos».
Quizás una de las cosas más envidiables de la izquierda es esa capacidad de abrir sus trincheras. Todo el que quiera luchar junto a ellos es bienvenido. Así vemos cómo ha sido del todo natural llegar a un conglomerado Frankenstein donde hasta Bildu tiene cabida. Y a seguir guerreando, oiga. En la derecha, sin embargo, nuestra trinchera ha quedado reducida a una absurda atalaya puritana donde no se entienden ni conservadores con liberales. Y allí donde poco a poco se abre la trinchera (pongamos Castilla y León), se pone rápidamente el grito en el cielo.
Por eso, tenemos que abrir nuestras trincheras. Es lo que Rod Dreher llama en La opción benedictina el «ecumenismo de trinchera»: todos han de entrar si es de nuestra parte. Este ecumenismo comienza por entender que la derecha no es una manada de poderosos leones, sino un zoo. Así, curados de espanto, habremos de aspirar a construir un Arca de Noé, donde quepa uno de cada clase.
No significa esto abrir Vocento a Elisa Beni ni poner El Mundo a disposición de Julio Llamazares. La derecha (entiéndase esta amplia trinchera) ha de tener fronteras y no podemos convertir el Arca en Gomorra. Pero estas fronteras tienen que ser lo más laxas posibles, como el que tiene una casa pero no le importa derribar una pared si es para ganar espacio. Así, debemos aspirar a engrandecer nuestro espacio, pues cuanto más y mejor haya dentro, menos y peor quedará fuera. Hemos de tener, en definitiva, la astucia para fichar a los mejores de los suyos, para que «sus lerdos parezcan aún más lerdos».
Tener en nuestras filas a los mejores de los suyos haría que, al menos, no estuvieran al servicio del mal. Puestos ellos a hablar, que lo hagan desde nuestros ambones. Y puestos nosotros a escuchar, que sean voces inteligentes las que denuncien nuestras tropelías «con florete y no con navajas», que diría Peláez. Así, forjando el ecumenismo de trinchera del que nos hablaba Dreher, seremos capaces de decir con Gabriel Ferrater aquel genial frontispicio vital: «Me gusta la ginebra con hielo, la pintura de Rembrandt, los tobillos jóvenes y el silencio. Detesto las casas donde hace frío y las ideologías».