En tiempos de verbo fácil y de escasa reflexión, las nuevas Fuenteovejuna que pululan en las redes sociales o en los medios tradicionales, pretenden dictar el rumbo respecto del cual temas de fondo deban ser discutidos, y aquellos que no se relacionan con la trivial coyuntura, se los dejan pasar, sin analizarlos con la atención que requieren.

Recurrente es en el debate público la noticia o el discurso reiterativo que denomina a alguien o a algo, entre otras cosas, como fascista, o que busca identificarlas con el fascismo, procurando así su descalificación. Tierra de por medio, lápida encima y final de la historia. A otra cosa, mariposa. La cultura de la cancelación en su esplendor.

Son los más variados tópicos para usar este cliché. Si se considera que se debe abrir la economía nacional —del país que sea— para integrarla al mundo y así dinamizarla, es fascista. Si se aboga por un régimen de libertades políticas y económicas plenas, es fascista. Si se propone reducir el intervencionismo estatal, es fascista.

Y ahora mismo, con el avispero agitado y alborotado, más ejemplos que se reproducen: pedir respeto a las instituciones es fascismo; abogar firmemente por la separación de poderes es propio de fachas; alejarse de cualquier dogma contemporáneo, a decir del cotarro, tiene ese tufillo; escrachar en universidades, cuando el escrachado no se ajusta al credo de moda, es combatir al fascismo. Todo esto, hasta llegar al extremo de considerar que un liberal es facha. Cual goma de mascar estirada, la palabra en marras se aplica para quien tiene la osadía de cuestionar cualquier dogma contemporáneo. Contrarrestarlo sin más, dejarlo sin credibilidad. Porque de los asuntos de fondo, ni hablar.

Todo ese marasmo que, de alguna forma, para darle algo de credibilidad, pretende barnizar sus postulados con apuntes de la teoría deconstructiva de Derrida, vaciando de contenido a todo, incluso a aquello que siempre fue claro para darle otro sentido, no hace sino poner de manifiesto la precariedad de sus pretensiones, la debilidad de sus argumentos y una permanente consigna prejuiciosa de someter al diferente. Incluso, como se ha dicho, con escraches o agresiones.

Pero más allá de estas posturas, que en los actuales momentos son el caballo de batalla de la nueva inquisición que busca fascistas por doquier, hay preguntas que no se pueden omitir porque se caen por su propio peso. ¿Acaso alguno de los dedos acusadores ha reparado en entender, al menos un poco, de lo que se trata el fascismo? ¿Cuál sería su reacción al saber que, Il Duce, militó como socialista? —aunque sea una obviedad decirlo, Mussolini fue de izquierdas— ¿Alguno de los miembros de la actual militancia podría reconocerse dentro de los rasgos propios de la doctrina que llevan a flor de labios para impartir sentencias condenatorias? ¿Los regímenes a los que apoyan no materializan aquello de «Nada fuera del Estado, nada en contra del Estado, todo para el Estado»?

Por eso, se hace necesario debatir y refutar. Dudar de las verdades oficiales. Contrario a lo que un relato instalado pueda afirmar, las únicas voces válidas no son las de populistas, advenedizos o gente revestida de buenismo y de frases editadas por la corrección política. En lo absoluto. Eso del fascismo como plastilina conceptual para tratar de deslegitimar una posición discordante, es, simplemente, una manifestación maniquea de los tiempos actuales, y una sutil herramienta de sometimiento, so pretexto de vindictas públicas.

Así, entonces, la distorsión de los conceptos y la tergiversación del sentido común, no pueden prevalecer por encima de las ideas y la ponderación. Disentir, discrepar y debatir son sinónimos de libertad, aquella que estorba y molesta a muchos, que pretenden acomodarla con intervenciones estatales o con coacciones políticamente correctas. Precisamente, quienes pretenden acomodar criterios, son los que se acercan más al ideario fascista que acusan.