Bendiciones de mesa las hay para todos los gustos. Si «mamá» son las dos sílabas que primero balbucean los recién nacidos, la bendición de la mesa es la primerísima oración que pronuncian nuestros labios cuando apenas saben aún a quién se dirigen. Hay para todos los gustos porque todas las familias católicas se parecen unas a otras, aunque cada una lo es a su manera. Y quizá por eso, porque en Navidad volvemos a parecernos un poco más, regresamos también —casi sin darnos cuenta— a la mesa compartida.
He escuchado a ciertos diputados bendecir la mesa con coletillas ideológicas —de vez en cuando es importante compartir mantel y no solo trinchera— y a intelectuales y obispos empezar una comida con la fórmula de su niñez: «El niño Jesús que nació en Belén…». También es importante, sobre todo en estas fechas de Navidad, compartir mesa y no solo misa: ambas nos hablan de lo mismo. Es cierto que cada uno barre para su casa y la bendición de la mesa se ha convertido en una especie de jaculatoria personalísima. Comer es un don que merece todas nuestras plegarias, desde luego, pero en Navidad ese don se vuelve casi un dogma doméstico.
No es casualidad que nos reunamos alrededor de una mesa para celebrar la Natividad del Señor. Partir el pan en común, en torno a una mesa compartida, es lo más parecido que existe a una Eucaristía cotidiana, y Belén fue, en el fondo, un banquete discretísimo: sin manteles, sin cubertería, sin pavo ni turrones, pero con todo lo esencial. Dios se sentó a la mesa del mundo haciéndose carne, y desde entonces comer juntos ya no es solo alimentarse: esta noche ninguno de nosotros se sienta encorbatado para cumplir un protocolo digestivo. Nosotros, en nuestras casas, reproducimos aquella escena de Belén con más algarabía, más aperitivos y más sobremesa, pero con la misma intención: celebrar que Dios quiso quedarse.
Porque lo que celebramos con comida y bebida no es cualquier cosa, qué voy a contar. Durante siglos, miles de millones de hombres han querido ser dios; es una constante en el hombre buscar su propia exaltación. Lo excepcional, lo verdaderamente inaudito, es que solo un Dios ha querido ser hombre. Esa excepcionalidad carnal —que Dios se haga carne— no puede celebrarse más que carnalmente, claro: con un vino de calidad, con una carne rica, con pan abundante, con risas, con una mesa que se alarga y una sobremesa que se resiste a terminar. El cristianismo nunca es una idea, pero hoy lo es menos aún.
Ha escrito Enrique García-Máiquez que en la Navidad ponemos dos animales sobre la mesa: el pavo en la cena y el gallo en la Misa. Pese a la simpatía de su guiño, la mesa de Navidad no compite con el altar: es más bien un diálogo celestial. Cena y Misa, en mayúsculas, se explican mutuamente. La mástica nos remite a la mística. Y el gallo, por tanto, nos recuerda que la noche tiene un centro, mientras que el pavo viene a decirnos que la alegría también necesita platos abundantes. Lo bueno del cristianismo es que no hay contradicción alguna entre la fe y el festín cuando el festín nace de la fe.
Es hermoso comprobar, además, cómo incluso en las bendiciones más sencillas —las de intelectuales y campesinos, la que escuchamos a nuestros abuelos— la comida se bendice siempre desde Belén. «El niño Jesús que nació en Belén bendiga la mesa y a nosotros también». Decimos Belén antes de decir pan. Decimos nacimiento antes de decir alimento. Toda mesa cristiana es, en el fondo, una prolongación del portal. San Bernardo de Claraval lo explicó con mayor teología pero el resumen es ese: la mesa es una celebración compartida en la que Dios sigue viniendo, ahora envuelto en conversaciones, copas y turrones.
Muchos habréis escuchado aquella vieja alegoría de las cucharas largas: aunque pensemos lo contrario, el cielo y el infierno vienen a ser dos espacios idénticos, con una mesa repleta de manjares deliciosos y comensales provistos de unos cubiertos larguísimos. La alegoría nos cuenta cómo en el infierno cada uno intenta alimentarse a sí mismo —y fracasa estrepitosamente, causando el hambre y la pena de todos—, mientras que en el cielo todos usan las cucharas para dar de comer al de enfrente, para compartir semejantes delicias —quedando todos saciados y felices—. La mesa, en fin, es la misma, pero no lo es el gesto.
En la noche de hoy, desde el pavo de la mesa al gallo de la Misa, desde la bendición hasta la sobremesa, de nosotros depende que la mesa de Navidad sea una mesa celestial.


