Ya sea por la certeza de la concepción cíclica de la historia que tenían los griegos o por la falta de genialidad de la época que atravesamos, en la mayoría de las ocasiones, la realidad presente no es sino una réplica del pasado. Tristán Tzara escribió en 1916: «Dadá duda de todo. Todo es Dadá. Desconfiad de Dadá». Algo así ocurre con la idea de progreso que con tanta entrega y ahínco se predica hoy. Una vanguardia que es de todo salvo novedosa y que se parece en mucho al dadaísmo del siglo pasado, un movimiento que ha contagiado todo y que se infiltra hasta lo más profundo y cotidiano de la vida. Y es que, si el dadaísmo fue un movimiento interdisciplinario, de la ideología de falsa prosperidad que en nuestros días tantos cacarean parece imposible escapar, un credo que se cuela en películas, literatura, música, pintura… Toda ocasión es poca para lanzar consignas a gogó sobre lo LGTBI, el feminismo, el ecologismo o cualquier otra ocurrencia que a un puñado de iletrados eruditos les parezca magistral. Una oportunidad que se presenta como la consecuencia natural de una política compuesta exclusivamente de ideología y donde aspectos como la economía, el trabajo o la diplomacia han quedado relegados a un segundo nivel o bien han sido fagocitados por ese virus progreril.

Las convicciones políticas lo copan todo trasladando al plano ideológico hasta la menstruación. La realidad deviene incorpórea a la vez que se engendran conceptos abstractos que paradójicamente sirven para explicar la realidad de la que no nacieron. El progresismo que no vacila a la hora de explicar la violencia contra una mujer por medio del constructo heteropatriarcal y machista que todo lo anega, es el mismo que niega la evidencia cuando se traza el perfil del autor. Porque «todo es Dadá», pero con excepciones.

La devoción por lo ilógico y absurdo tampoco resulta innovadora. Si los precursores de lo surrealista hacían de su vanguardia una oposición al positivismo y la ciencia de Comte, el wokismo obsequia a Dadá con dislates de todo tipo, que llegan a renegar del mismo hecho biológico elevando al mundo de la idea el sexo del individuo. El hombre es algo etéreo. Volátil. El hombre es Dadá.

El orden y la razón heredados de la Ilustración y que ejercen de pilares de la sociedad moderna son sustituidos por el sinsentido y el azar. Sólo así se puede conjugar la defensa del islamismo con la del feminismo. Sólo así se puede decir que la representante de España en Eurovisión incita a la prostitución y es un orgullo a la vez.

Mientras que los dadaístas clamaban «la belleza ha muerto» para poner en entredicho los valores de hace un siglo, ésos que veneraban al intelecto y encumbraban a la razón con patrones establecidos, el progreso de ahora lo lideran aquellos que abominan del mérito y el esfuerzo. El deseo es lo que rige. Cada uno es lo que quiere. Porque todos somos todo. Y todo es Dadá.

La duda existencial y el espíritu nihilista de Dadá también se reconoce en la ministra de Igualdad, quien con evidente desvelo se pregunta qué es ser mujer. Y es que, como Dadá duda de todo, esto resulta normal. El dadaísmo es subversivo y nace para cuestionarlo todo salpicándolo con palabras y sonidos innovadores. Así el progresismo nos regala términos como pornificarse, empoderar, deconstruirse… porque no importa el lenguaje. El lenguaje y los pronombres limitan. La mujer no se define. La mujer es Dadá.

Si los pioneros de lo absurdo anteponían los gestos al objeto artístico, soslayando el talento y la destreza y reconociendo el arte únicamente en quien decide que algo lo es, en quien selecciona el objeto artístico, hoy los gestos ocupan un papel protagonista. Es igual que no se asista a las mujeres afganas si uno aquí se hace llamar feminista. No importa que se den más votos eurovisivos que armas y ayudas a Ucrania. Da lo mismo que se comercie con Putin a la vez que se le criminaliza. Resulta irrelevante que se anuncien cientos de ayudas económicas, aunque éstas no acaben llegando. Es igual que los asesinatos de mujeres hayan aumentado a pesar de la ley de la que tan orgullososos se muestran los progresistas. Porque todo lo que hace el Gobierno es progreso. Porque todo es Dadá.

El progresismo actual parece beber del disparate del siglo pasado, un dadaísmo cuya única vocación era acabar con el orden establecido y cuya razón de ser fue también la de su fugacidad. Un movimiento tan antisistema como delirante que replica en nuestros días con emulaciones que, al contrario que los movimientos originales, se muestran deformes, como un feminismo que deshace a la mujer o un puritanismo ejercido en supuesto beneficio de ella.

Uno de los mantras más repetidos por los dadaístas desde su inicio ya advertía acerca de su vocación autodestructiva. «Dadá es anti-Dadá», decían. Al igual que hoy «progreso es anti-progreso».