Titubeos Julio Llorente

¿Quiere escribir ciencia ficción en el siglo XXI? Sea escrupulosamente realista.

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Que mis textos sean tan verdaderos como los titubeos de un niño. Con eso también me basta.

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No es escritor si no tropieza de vez en cuando mientras pasea.

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Un consejo para lectores: no lean libros que crean indignos de ser releídos.

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El hombre valiente no es aquél que no tiene miedo, sino ese otro que, teniéndolo, lo supera. La valentía presupone el miedo, se alimenta de él.

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El vanidoso se recuerda constantemente a sí mismo que está hecho a imagen de Dios, pero olvida que del polvo viene y al polvo regresará.

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El soberbio ni siquiera lo primero acepta.

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La memoria se ensaña con nosotros, que olvidamos lo que desearíamos recordar y recordamos lo que desearíamos olvidar.

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Una gran parte de los problemas del hombre contemporáneo se resolverían si supiese que trabaja para después poder descansar y no al revés.

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Es mientras descansa cuando uno hace la mayoría de las cosas que merecen la pena: enamorarse, engendrar niños, contemplar el cielo estrellado, echar la siesta, filosofar.

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Cuando se ensombrece mi ánimo, cuando pierdo la esperanza y le espeto a Dios que más le valdría haberme hecho nacer en otra época, conduzco el espectro abatido que soy hasta el parque más cercano y contemplo a los niños que juegan durante el tiempo necesario para que mi ímpetu resurja.

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Dicen que uno de los problemas del hombre contemporáneo es que vive ignorando que va a morir. Yo doblo la apuesta: su gran problema es que vive ignorando que lo hace.

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La vida está tan estrechamente relacionada con el alcohol que su verbo debería escribirse así: «Bibir».

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De entre todos los milagros que han ocurrido y ocurren, éste es el que más me asombra: que, habiendo tantos hombres guapos, inteligentes, buenos y exitosos, tú, con esa inconsciencia tan tuya, hayas elegido quererme a mí.

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Este mes —a los hechos me remito— no he escrito ni un solo buen aforismo y, lejos de entristecerme, me alegro. Es el modo que Dios tiene de recordarme que el buen aforismo no resulta de una técnica dominada, sino de una gracia concedida.