En uno de sus poemas, Ángel González hace un Inventario de lugares propicios al amor. Uno, aunque paisano del poeta, no sale de la prosa y sólo acierta a descubrir espacios favorables para la observación. De los primeros, el poema dice que «son pocos». Observo, en cambio, que los segundos son muchos (la consulta del dentista, los pasillos de un juzgado o el momento del baile en una boda), y que, entre todos ellos, el que prefiero son los vagones de cualquier tren.

Volvía yo a mi ciudad en uno de esos trenes de nombre exagerado —los llaman «de alta velocidad», pero su puntualidad no está a tanta altura—. El sol de la tarde castigaba a los pasajeros, y la climatización del tren no funcionaba. Ocupé mi asiento, y, oculto entre las páginas de un libro (Tras el humanismo, de Rémi Brague), me dispuse a disfrutar del espectáculo (el del libro y el del paisanaje que atestaba el tren).

Quedará para otro momento un intento de taxonomía de los viajes ferroviarios. Son —somos— una fauna variada. Cuando Agatha Christie situó uno de sus relatos más conocidos en el Orient Express debió de ser por algo. En un tren, el tiempo mismo discurre por raíles diferentes. Pero me fijaré sólo en un lance que de repente acaparó mi atención y desató mis reflexiones de antropología doméstica.

En uno de los vagones contiguos viajaba un equipo de fútbol al completo. Y ahora el lector sagaz se preguntará cómo sabía yo, ignorante en la materia, que se trataba de un equipo de fútbol. Por un doble motivo. Primero: porque la ropa y los pertrechos de los viajeros en cuestión iban rotulados con el nombre del equipo, y era un equipo conocido. Segundo: porque aquellos fornidos chavales, todos tatuados hasta el paroxismo, parecían personajes de la película Apocalypto. Hasta aquí —pensé— todo normal.

Lo que me pareció fuera de lo común fue la naturalidad con la que, durante todo el viaje, los futbolistas se pasearon descalzos por los vagones del tren. Corrijo: la mayoría caminó por el tren el calcetines, y otros, como en un alarde de formalidad, combinaron los calcetines blancos con las chanclas. Felices, fueron de un vagón a otro de esa guisa, sin que nadie les dijera nada. Sin embargo, en aquel silencio rugían el mal tono y el acostumbramiento a lo feo.

Volví al libro, a ver si en él hallaba consuelo. Se citaba esto de Sócrates: «Trato de dilucidar si en verdad soy un monstruo más complicado y furioso que el propio Tifón, o un ser vivo más amable y más simple que lleva la impronta de una naturaleza noble y divina». Pensé durante unos segundos en el tal Tifón, que fue el hijo deforme de Gea y de Tártaro. Me imaginé su ira de huracán, y me lo figuré deambulando por la mitología en calcetines. Luego, ya de vuelta al logos, en la normalidad de mis zapatos encontré algo noble, humano y divino.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).