Naciste el lunes sobre las cuatro y algo de la madrugada. La víspera yo deambulé calado por Brujas y ya cuando mi obsolescencia programada comenzaba con su sintomatología del apagón recibí un mensaje de tu padre, diciendo que mucho no tardarías. Y así fue.
En aquel hotel de la Grand-Place, empapado aún, celebré mi alegría con un avemaría, que es como los católicos festejamos los gozos y consolamos las tribulaciones. Los médicos pronosticaron hace meses que saldrías al mundo el veintinueve de noviembre y pienso ahora que me gusta esta impuntualidad tuya. Amagaste con nacer, oh española bravuconería, con apenas cinco meses, pero al final has venido al mundo un día antes de la ciencia, esto es, el día de la fe.
Un buen amigo diría que ocurre porque los españoles, Nicolás, somos «europeos, meridionales y católicos»; y desde, quizás, una de las regiones más «septentrionales, protestantes y puritanas» del orbe yo celebré tu desordenada catolicidad. Nos separaron entonces mil quinientos ochenta kilómetros y en la catedral de Bruselas le hablé de ti a la Virgen, Reina de la infancia, que dos mil años atrás, en su católico desorden, vino a parir en un establo.
Te diría, además, que nacer el primer lunes de Adviento, esto es, el primer día de la primera semana del nuevo año litúrgico, tiene algo de reminiscencia betlemita, pero ese es otro tema. Te miro en fotos hoy como te miré aquella madrugada del lunes y me sonrío, como emocionados lo hacen I. y G., rezando con una sola mirada. Coleridge, que era un poeta británico, dejó anotado que rezar consiste en ponerse en disposición de amar.
Pero hoy, Nicolás, te creo poseedor de una forma superior de oración: tu natural capacidad de ponerte en disposición de ser amado. Te he visto hace un rato, en el hospital, y dormido nos hacías ver esa soberana disposición tuya por ser amado. Una fragilidad que da sentido a la vida de G., de I., y de tanta otra buena gente que te esperaba. Que te esperábamos.