Tarde de Silencio

A medida que va cayendo la tarde del Viernes Santo, se va haciendo silencio. La soledad del Señor, abandonado por todos sus amigos, negado por Pedro, se va haciendo un poco nuestra. En esa quietud podemos meditar en qué estación del Vía Crucis estamos. Como decía Mi Cristo roto, unas meditaciones magníficas del padre Cue, hoy me temo que olvidadas, todos tenemos una cruz y es imposible llevarla sin Cristo.

Yo veo muchas cruces en las redes sociales. Gente que pide oraciones por familiares y amigos. Personas que buscan a desaparecidos. Parados que anhelan desesperados un trabajo. Hay mucho sufrimiento, en fin, frente al que, a veces, no puede decirse nada. Hay un dolor que las palabras no pueden mitigar. A menudo siento deseos de transmitir un mensaje de ánimo, pero el espacio público —incluidas las redes sociales, por supuesto— volviendo un lugar hostil a la humanidad y no digamos a la compasión. Así pues, me callo y rezo. Tengo una lista cada vez más larga de gente por la que pedir.

También en eso nos parecemos a los discípulos y los apóstoles. Tristes, abatidos, temerosos, nos vamos tratando de consolar unos a otros ante las adversidades. Hay ocasiones en que estos días los pasamos directamente en el Calvario como el de este cuadro de la iglesia de San Jaime en Toruń (Polonia).

Imagino que en el Gólgota el silencio debió de ser aterrador: un presagio de tumba, de desolación y vacío. Como decía un capellán de mi Facultad, Cristo estaba salvando al mundo y el mundo no se daba cuenta. A lo lejos, la vida seguía en la ciudad donde se estaba operando la redención del género humano.

Ya se lo enseñó al profeta Elías: Dios actúa en el silencio, en la brisa suave.

Con toda su tristeza, yo necesito el silencio de estos días. Sin él, es difícil escuchar cómo resuena el relato de la Pasión en este momento de mi vida —de nuestras vidas— ni sentir cómo la Palabra sale al encuentro en estos dos días en que no se celebra la Eucaristía. Un día pregunté a aquel capellán, medio en serio medio en broma, cómo describiría su trabajo. Su respuesta, humilde y maravillada, me fulminó como un rayo de luz y belleza: «Yo traigo a Cristo al mundo cada día».

En estos días de recogimiento, Cristo parece ausentarse del mundo. Su descenso a los infiernos para rescatar a Adán y Eva —el tema de la Anástasis tan querido en el Oriente— parece una retirada, pero no hay mayor intervención de Dios en la historia: en este tiempo, en que todo parece perdido, se están abriendo de nuevo las puertas del Paraíso.

Queda poco tiempo de luz.

Leo en El poder oculto del silencio en la Misa. Una guía para encontrar a Cristo en la liturgia, el precioso libro de Boniface Hicks que acaba de publicar Rialp, el primer capítulo, que se dedica al silencio en la oración. Recuerdo con esperanza las palabras de Benedicto XVI en Varsovia allá por 2006: «No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo o por tener la impresión de que Jesús calla. Calla, pero actúa».