«Abril, 1805. Napoleón es amo y señor de Europa. Sólo la flota británica le hace frente. Los océanos son ahora los campos de batalla». El HMS Surprise, de 28 cañones y con 197 almas, navega la costa norte de Brasil. El sonido del crujir de sus maderas y cabos tirantes, tensos, acompañan a una mano que gira el reloj de arena. Cuatro toques de campana, cambio de guardia y amanecer. Los hombres, silenciosos y resignados, suben a las jarcias, recogen huevos de un improvisado gallinero y limpian y sacan brillo a la vieja Surprise, que será la protagonista de esta aventura que comienza, de esto, que es el comienzo de todo lo que está por venir, que es mucho.

«Atención a la amura de estribor». Los hombres hacen guardia, reparan los daños en el casco mientras el contramaestre les da fuertes instrucciones y les grita. «Señor Calamy, sondaleza, por favor». Guardiamarinas que crecen y aprenden a manejar el sextante, a gobernar un navío, a comportarse como oficiales y como caballeros del Imperio, no sé qué es más importante. «Marca cinco brazas. Arena y restos de conchas». Unos oficiales brindan en honor de Nelson mientras cuentan antiguas anécdotas y narran gloriosas batallas, victorias o derrotas, todo al unísono del gobierno de la nave. «¡A los hombres hay que gobernarlos! ¿Pitamos azafarrancho?»

¿Y, mientras tanto, tú? Bueno, mientras tanto, tú, que ves todo eso en la pantalla, comienzas a oler el salitre y sentir cómo se resecan las palmas de tus manos, te mareas —pues eres marinero de agua dulce, que diría el viejo Haddock—, brindas por las mujeres y las amantes, luchas con tus manos temblorosas pero firmes, ríes y lloras, se te acelera el pulso, sientes los cañonazos. «Señor Holland, informe de daños». Tienes frío, bebes ron, comes y charlas en esos confines del mundo. Vives y mueres. Y haces todo eso sintiéndote parte de ellos, parte de la tripulación porque, poco a poco, Master and Commander te hace ser uno más, enrolado, alistado, al servicio de Su Majestad. Tú, ahora, estás a bordo de la Surprise, y ese barco, aún al otro lado de la pantalla, es tu hogar. Esa es la magia.

Y como ahora ese barco está siendo tu hogar, la vieja fragata también lo ha sido para mí muchas veces. Muchísimas. Y pienso en ello mientras se me pone ese nudo en la garganta, se me humedecen los ojos como sólo ocurre cuando una película es realmente excepcional, única. Porque revivo todas esas escenas que vi por primera vez hace tantos años, sin enterarme de la misa la media, esa primera vez, con ocho o nueve añitos, en la que disfruté del sonido de los cañonazos de la Acheron en la pequeña sala de cine de mi pequeño pueblo. Creánme que nunca han vuelto a sonar tan bien como entonces. Y vuelvo a la vez en que comprendí, tiempo después, que lo que yo quería en mi vida era una amistad como la de Jack el afortunado Aubrey y el doctor Stephen Maturin. Y vuelvo a la vez en la que lo que comprendí, bastante tiempo después, en que había algo de ambos en mí, simultáneamente. Vuelvo al momento en que paseando por el Retiro escuché a un dúo de violín y violonchelo que tocaban lo de Boccherini y eso me provocó un rápido barrido por cada una de las inolvidables escenas y aprendizajes de la película. Y es que, en mi humildísima opinión, ése es el cine inmortal. Ese cine abanderado por las películas capaces de provocarte, las hayas visto una, dos, diez o cuarenta y tres veces, ese maldito nudo en la garganta, esas cuyas escenas se desencadenan en tromba con sólo escuchar alguno de los acordes de sus bandas sonoras y que, por eso, merecen pasar a la historia graduadas summa cum laude. Pero ¿qué sabré yo?

A Master and Commander le debo muchas cosas. Porque Master and Commander ha cambiado mi manera de escuchar a Bach, Corelli y Boccherini. Master and Commander ha cambiado mi forma de pensar en las Galápagos, en las tortugas y en las islas, de pensar en Darwin y en Lord Nelson, en la vida en la Armada Real y en esa extraña especie de pájaro sin alas que «sin duda estará allí cuando volvamos». Porque Master and Commander me ha hecho comprender que la valentía de verdad es un niño asumiendo la pérdida de su brazo y de sus amigos. Porque Master and Commander me ha dado tantas cosas que lo menos que le debo es conseguir que uno o dos de ustedes, si no la han visto, la vean. Aunque si ya la han visto no necesitan de mis palabras. A estas alturas de la película poco más les puedo decir porque ya les decía que ¿qué sabré yo? Quizá, sencillamente, decirles lo que pienso, vez tras vez, cuando Aubrey y Maturin, al final, tocan a dúo ese Passacalle de Luigi Boccherini. Yo sólo pienso lo mucho que deseo que la Surprise alcance a la Acheron, que la aventura no se termine, que su amistad sea eterna, que el joven Lord Blakeney, manco y brillante, se convierta en un gran comandante y científico, que vuelvan a las Islas Galápagos y que el metraje —que ya son dos horas de felicidad absoluta— continúe, por lo menos, media hora más, como cuando le pedía a mi madre esos cinco minutos más en la cama.

En fin, que a quien no le guste Master and Commander que cierre al salir, porque no ha comprendido nada. Así de claro. Porque esas aventuras, esas historias, esas vidas, esas amistades son lo que necesitamos, son nuestra casa. Y es que, al final, la amistad de Jack Aubrey y Stephen Maturin, de un hombre de armas y un hombre de ciencias, tan improbable, tan verdadera, tan sincera, es la amistad de la que se dice ser la familia que elegimos. La familia que nos hace sentirnos en nuestro hogar, como en el Surprise. Eso sí, «sujeta a las exigencias del servicio», claro.