Una primera soledad podría ser la de ahora mismo. Está hecha de un silencio que aumenta mientras el sol declina, y sólo se interrumpe por el ruido de algún coche despistado, al fondo, en la carretera. El día se va cerrando y noto ese ardor mínimo por las palabras que a uno le lleva a escribir. Cansado del camino, me siento aquí como en el brocal de un pozo. Y me abismo en lo que pasa, y escucho el canto de pájaros cuyo nombre desconozco, y me quedo mirando esta yerba tan verde, que aquí, en el Norte, es siempre un manto tupido.
La segunda soledad será la tuya, con un silencio que quizás no será menor, con otro día fatigado, con otros ruidos en el ambiente, con un cansancio parecido, y con otro brocal de otro pozo —todos tenemos nuestro pozo y nuestra esperanza hecha de agua—, y con otras aves que con su canto te elevan, y con otros campos de colores distintos, y con algún erial —porque quién no se nota yermo en parte—, y con toda esa vida tuya con la que me lees y que, aunque no conozca, me importa y siento cerca.
Nuestras dos soledades se reclaman. ¿No las oyes? Mi solitud se dirige a ti con torpeza. La tuya, que es más ágil, da un brinco y me alcanza. Y a los dos nos asombra esta forma tan sencilla de hallar compañía en esta página.
Puede que esa compañía sea el signo de otra soledad aparente y primordial que al fin tampoco existe. La encontramos en dos pasajes de la vida de John Henry Newman. Cuenta en su autobiografía que, desde joven, pudo «descansar en el pensamiento de dos y sólo dos seres absoluta y luminosamente autoevidentes: yo y mi Creador». Fue la experiencia radical de saberse acompañado; y le duró siempre. Así se lo pareció, por cierto, a uno de sus maestros. Caminaba con otro profesor y se cruzó con Newman, que, como en él era costumbre, paseaba en solitario. El maestro se giró hacia Newman y, citando a Cicerón —¡cosas de aquel Oxford!—, le dijo cortésmente, con una inclinación: «Nunquam minus solus quam cum solus». Y así era (y es): «Nunca se está menos solo que cuando se está solo».
Pienso en esa soledad que no es tal cuando leo lo que se escribe sobre el «giro cultural católico», a raíz de, entre otras cosas, Los domingos, la película de Ruiz de Azúa, y de Lux, el nuevo disco de Rosalía. (Para los interesados: en X, Lucas Buch ha enhebrado un hilo fabuloso). La catalana canta que «Él cabe en mi pecho / y mi pecho ocupa su amor / y en su amor me quiero perder», y habla de un deseo dentro de sí que sabe que este mundo no puede satisfacer, y de una sensación de vacío. Y yo me acuerdo de Newman, que en el eco de ese espacio halló la mejor compañía.


