La segunda era Trump en la presidencia de los Estados Unidos, conquistada mediante el masivo voto popular y esquivando balas físicas y judiciales, ha abierto la posibilidad de reforzar una conciencia soberanista en España, recuperando esta palabra y lo que conlleva de las manos de los separatistas y disgregadores, para ponerla al servicio de la mayoría. Igual que nos muestra que para que tenga éxito la tarea, el soberanismo no puede renunciar a los valores sociales que parecían desde hace mucho tiempo propiedad de cierta izquierda y los debe integrar como propios en un nuevo conservadurismo basado en el sentido común y el refuerzo de los lazos que nos unen como sociedad.
Simplificando, soberanismo significa algo tan sencillo como devolver el poder al pueblo, a través de una economía nacional al servicio de los ciudadanos y en una identidad común que trascienda las divisiones partidistas. Patrick Deneen, en su obra Cambio de régimen, advierte que «la democracia liberal, al buscar emancipar al individuo de toda forma de vinculación social, ha terminado por minar la solidaridad y la comunidad que la sustentan». En este contexto, es imperativo reforzar un espacio político y cultural que recupere tanto los lazos comunitarios como la soberanía nacional frente a los poderes globalistas y las ideologías disgregadoras. Y cuando digo recuperar, hablo de hacerlo frente a las izquierdas y derechas sistémicas que viven al servicio de los poderes globales y económicos, imponiéndonos una agenda individualista que nos convierte en mercancía vacía frente a los intereses del mercado y de quienes se enriquecen del mismo.
Desde una perspectiva económica, España necesita recuperar el control. La adhesión incondicional a la Unión Europea y a las élites de Bruselas ha impuesto límites severos a la capacidad del país para proteger un tejido productivo capaz de garantizar el bienestar de sus ciudadanos. El soberanismo político no puede existir sin el refuerzo del económico, que debe recuperar una industria nacional fuerte, priorizando el empleo local y abandonando aquellos acuerdos que pongan en peligro la independencia económica. Este modelo no es una simple nostalgia proteccionista, sino una forma de responder a las demandas de una ciudadanía que siente que la globalización ha dejado a muchos atrás.
En lo social, una política verdaderamente soberanista no puede ser ajena a valores como la justicia y la igualdad, que no están reñidos ni con la eficacia de la gestión de los recursos públicos ni con la defensa de la propiedad. La lucha por los derechos sociales que busque mejorar la vida de las mayorías populares, debe reconciliarse con un proyecto conservador que valore la unidad nacional, la familia y la tradición como pilares de una sociedad estable y cohesionada como nos señalan los valores de la Doctrina Social de la Iglesia.
Para conseguir estos objetivos se cuenta con la simpatía, a veces silenciosa aunque cada vez menos, de una mayoría social que rechaza los sinsentidos de la doctrina woke, lo que no implica abandonar la lucha contra las discriminaciones sino replantear los términos del debate. Es necesario recuperar el sentido común frente a un discurso que a menudo insulta y desprecia a las mayorías, concentrándose en cuestiones identitarias que poco tienen que ver con las necesidades reales de la gente.
Por último, el verdadero soberanismo —no el oportunismo «libertario» que se suma a la ola por miedo a verse arrollado— debe aprender de la experiencia de Trump en los Estados Unidos, no en términos de adoración o emulación acrítica, sino como una inspiración para desafiar los consensos establecidos. La clave está en construir una alternativa que sea a la vez popular y patriótica, capaz de movilizar a ciudadanos de distintas procedencias en torno a una causa común: la recuperación de una España soberana, solidaria e independiente. La unidad nacional, lejos de ser un concepto arcaico, es un instrumento para garantizar que todas las regiones y sectores sociales participen equitativamente en la construcción de un proyecto con futuro.
Como escribe Deneen, «para superar el fracaso de nuestras elites, necesitamos un cambio de régimen que restablezca las bases de la comunidad política». En España esta tarea está en ciernes, con las contradicciones lógicas y dificultades añadidas de nuestra propia historia y experiencia, pero se oyen cada vez más voces que reclaman valentía, altura de miras y ser capaces de quitarnos las gafas de ver y las trampas que nos ha colocado el sistema, superando viejos clichés para poder recuperar los valores que sean más necesarios para lograr el bienestar y la dignidad.