Hace un par de días, mi amigo Jesús Fontenla escribía en X lo siguiente: «No veo los programas de Broncano y Motos porque son de pago. Quiero decir, que el precio que tengo que pagar es demasiado alto». Me reí y lo reposteé.

Al rato, por asociación de ocurrencias, recordé la anécdota que contaba Jutta Burggraf sobre la escritora Ida Friederike Görres. Corrían los años 50 del siglo pasado y le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas originales y un juicio tan lúcido sobre lo que pasaba. «No leo ningún periódico. Así puede concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras». La propia Burggraf consideraba errónea esa postura, pero la contaba porque inducía a la reflexión. De modo que Fontenla y Burggraf me dejaron pensativo. ¿Qué tiempo dedicamos todos los días a informarnos y a saber qué se cuece? Y, de entre los diversos medios de comunicación que consultamos, ¿cuál resultará más fiable? ¿La facilidad de la televisión no pugnará con la lentitud que acaso merezca la prensa? Y lo que parece más decisivo: entre el nirvana de la desinformación y la agitación de las redes sociales, ¿dónde y cómo hallar el justo medio?

Cada uno sabe dónde le aprieta el zapato. Personalmente, llevo una temporada a régimen de tonterías informativas. Ensayo al menos un intento de concentración (poca radio, poca prensa, nada de televisión), a ver si así me recompongo de tanta posverdad, tanto bulo y tanta matraca. San Agustín rogaba a Dios con estas palabras: «Recógeme de aquella dispersión en que estuve partido en mil partes por (…) estar yo diluido en muchas cosas». El santo lo contó en sus Confesiones porque a sus dieciséis años no lograba «encauzar la fugaz hermosura de las cosas bajas». Mil seiscientos años después, la misma idea puede servirnos aquí: las muchas cosas (la información y también sus sucedáneos, que son los rumores, los meros cotilleos, las suposiciones vacuas) nos dispersan. El deseo de saber se nos astilla.

Concreto algo más, para que tampoco mi argumento se diluya. No creo, por ejemplo, que sea necesario que malgastemos el tiempo con las declaraciones públicas que a cualquier ministro le haya preparado su gabinete de comunicación o que atendamos a la última ingeniosidad (léase «zasca») de un diputado. Podríamos emplear esos minutos en la lectura de un libro o en una conversación interesante —lo serán casi todas—. Sucede que por escuchar a Puigdemont no estamos perdiendo a Tocqueville. El ruido atrae, pero distrae.

El remedio lo resumió así Dostoyevski: «Estar solo de vez en cuando es más necesario para una persona normal que comer y beber» La clave está en el «de vez en cuando». No propongo una huida del mundo, sino una escapada a cierto tipo de soledad pasajera. Byung-Chul Han explica que «las informaciones lo vuelven toda hacia fuera» y que vivimos en un tiempo sin interioridad. Bastará, pues, con que nos demos un garbeo hacia dentro. Sin Broncano ni Motos.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).