Silben, si me permiten el consejo

Nada es tan grave, la levedad es soportable y somos pínceles en manos del mejor de los artistas

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A veces uno se pilla silbando sin darse cuenta. Vas por la calle con la cabeza puesta en lo de siempre: los dichosos clientes, el dentista, la nevera vacía o cuándo te devolverá Hacienda —si es que te devuelve— y de pronto ahí está. Un silbido suave, algo desganado al principio, como si no quisiera molestar pero que, poco a poco, se va animando y, cuando te das cuenta, te descubres concertista —incluso con cierta dignidad, piensas— de una melodía que te devuelve a aquel lugar del que no debimos irnos, la felicidad.

En mi caso ese descubrirme cantarín suele ser en los ritmos de la sintonía de los títulos de crédito de Robin Hood, la de Disney de 1973, la de los dibujos, la buena. Esa que arranca con un gallo que se cree trovador y nos adelanta sin palabras que lo que viene es un cuento de pícaros nobles y de nobles pícaros; una de pobres que roban a ricos para dárselo a otros pobres antes de que se tolerase impasiblemente que ricos roben a pobres para dárselo a otros ricos o, sencillamente, para hacerse más ricos. No sé si la recuerdan —espero que sí, porque de lo contrario les envidio poco—.

Es una melodía de las que se cuelan por rendijas de la infancia y ahí se quedan, como motas de polvo que flotan luminosas en una habitación. Un silbido limpio, juguetón, que poco a poco se va enredando en una flauta invisible. Whistle Stop se llama el tema, y es que es exactamente eso: un silbido que nos detiene en sitios donde aún podemos respirar, tomar aliento. Porque, aunque parezca mentira, a veces basta un modesto y suave silbido para que nuestra alma nos grite «¡presente!».

Y es que silbar tiene algo de oración. Es una forma humilde de decirnos que estamos aquí y estamos bien. No porque todo vaya bien —sería ingenuo decir eso—, sino porque dentro de nosotros todavía queda un rincón donde las cosas son como deberían haber sido siempre. Silbar es rezar sin pedir nada. Sólo agradecer que aún recordamos cómo suena la inocencia. Así, cuando uno silba esa sintonía de Robin Hood,  vuelve a estar sentado en el sofá de la casa de verano con los pies colgando y esa cinta VHS reproduciéndose en la pantalla y que ya comenzaba a verse regulinchi de tantos rebobinados que llevaba encima. Uno se cree, de nuevo, que ser bueno es lo mismo que ser valiente, y que la justicia, aunque tarde, llega vestida de verde esperanza, tomando la forma de un zorro burlón y una pluma en el sombrero. Uno se recuerda niño, rezando sin saber que rezaba y pidiéndole a la película que la historia acabara bien, que los malos perdieran y que el bosque siguiera siendo bosque.

No silbamos para ser oídos, sino para recordarnos que no debemos tener prisa, que los tiempos de Dios son perfectos y difieren de los nuestros, que Sus caminos son los correctos —«cuanto dista el cielo de la tierra, así distan mis caminos de los vuestros, y mis planes de vuestros planes» (Is 55, 9)— y que, aunque sólo sea por una calle y por un momento, hemos logrado darnos cuenta de que nada es tan grave, que la levedad es soportable y somos unos pobres y alopécicos pínceles en manos del mejor de los artistas. Es entonces cuando nos damos cuenta de que esas melodías que regresan a nuestro recuerdo porque se han quedado atascadas en algún lugar de nuestro pecho y ahora salen, viento en popa, haciendo vibrar nuestros labios, no son sólo nostalgia, sino que, casi con un encargo secreto de traernos de vuelta a un sitio al que ya no sabemos volver solos, son una forma de resistir a la ansiedad, al estrés y, si me apuran, a todo lo que está mal en el mundo.

Y quizá sea eso lo extraordinario del asunto. Que hay una gracia silenciosa en las pequeñas cosas aparentemente inútiles: silbar, mirar las nubes, oler una flor, leer por gusto, rezar sin pedir nada, como les decía. Cosas que en términos de rendimiento, productividad o lo que toque ahora puede que no tengan mucho sentido, pero que, sin saber muy bien cómo, nos sostienen. A veces hasta llego a pensar que Jesús también silbaba mientras caminaba con los doce, o cuando se retiraba al monte a orar. Claro que no lo dice el Evangelio, pero tampoco lo niega. Y ya sabemos que cuando Mateo, Lucas, Juan y Marcos callan, algo bueno esconden.

Conque ya saben, aunque sólo sea por un momento, aunque sólo sea mientras esperan a que el semáforo se ponga en verde, silben, si me permiten el consejo. Porque si algo nos enseñaron aquellos viejos dibujos, es que la alegría, ésa de verdad, a veces entra silbando.

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