Tenía pensado escribir sobre la sencillez y aquí estoy, juntando las letras que vertebran las palabras que dan forma a mi artículo en un banco de la Plaza de Oriente de Madrid mientras espero a Toni Cantó. Amenizan mi escritura unas marchas musicales sacadas del medievo y los ladridos de unos perros iracundos poco mordedores que me recuerdan a los políticos españoles. Sonidos simples, escenarios austeros, planes sobrios. Porque la vida es sencilla pero luego llegamos nosotros y la jodemos.
Tomaba una cerveza con Rodrigo Pinedo y me daba un consejo sincero, honesto: no buscar el lucimiento lingüístico con estrabismos exagerados que enturbiaran el mensaje de mis textos, que fuera al grano con piezas bonitas pero sencillas. Yo que he escuchado aquello de que quien avisa no es traidor, le adelanté que la conversación nacida de esa corrección fraterna podía servir como material de una de mis columnas. Nos reímos y nos acordamos de Enrique García-Máiquez, uno de los decanos de narrar la cotidianidad de los instantes, sucesos y conversaciones. Pensaba entre tanto en José Ignacio Munilla, Obispo de Orihuela-Alicante, y de lo mucho que me impresionó su sencillez. Siempre digo que en el encuentro que tuve con él sentí que estaba con el párroco de mi pueblo. Que elegancia. Estamos equivocados cuando percibimos la clase con maneras ostentosas y pomposas. Más que delicadeza lo que manifiesta es pedantería, elitismo. El otro día hablaba con mi amigo Alberto sobre la en ocasiones excentricidad de parte de la derecha como Cayetana Álvarez de Toledo y me decía que había que hacerlo como distintivo de clase. Craso error. Ese planteamiento está alejado de la virtud. Cuando Jesús avisó de que era más fácil que un camello pasará por el ojo de una aguja, que la llegada de un rico al Reino de los Cielos no estaba haciendo referencia a lo material sino a la nobleza de espíritu, al desprendimiento.
Hoy corremos más el riesgo de dejarnos embelesar por el éxito, por la riqueza. Nos guiamos por la popularidad, por la relevancia en lugar de buscar el bien, una virtud que procede precisamente de aquello que me decía Rodrigo, de no engordar la vanidad personal sino ser útil al mundo. De poco sirve que lo que hagas esté bien hecho sino ayuda a hacer del mundo un lugar mejor. Flaco favor hace el escritor que desarrolla un texto estéticamente precioso, pero sin aportar nada nuevo, una mirada distinta, una idea original. Leer escritos así sería algo como probar un plato que no te sorprende en el sabor. Estaba rico, pero… En cambio, esa tradicional con toques distintos nos vuelven locos. Tengo una amiga, Thais, que prepara los macarrones con sobrasada, tienen que estar de escándalo. Hacer extraordinariamente bien lo ordinario.
La verdadera inteligencia, la cultura, se manifiesta en la capacidad del que puede hablar tanto con un ilustrado o un ignorante. Recuerdo un profesor en la Universidad, José Asensi, que en sus clases de Derecho Constitucional casi nadie cogía las nociones que promulgaba. Hacía tesis de cualquier pregunta que se le hiciese, se nos quitaban las ganas de consultarle. Se sentaba encima de las gradas, empezaba a divagar sin transmitir el calado del mensaje. El problema de aquellos que saben mucho pero no saben enseñar recae en la ausencia de su capacidad pedagógica para ponerse al nivel del discípulo. Grandes ideas en mentes privilegiadas sin poder ser divulgadas por un arte de palabra secuestrado por la pedantería. La sencillez es lúcida y el narcisismo intelectual, tosco.