Ha llegado el día de contarles cuál es mi santo favorito. Y como no sé por dónde empezar, me limitaré a hacerlo por el principio. En 1572, en un contexto marcado por la Guerra de los Ochenta Años (en la que empoderados holandeses se sublevaron contra la corona española), el desapego hacia la fe católica se extendía por las Diecisiete Provincias de los Países Bajos. Así, grupúsculos de piratas calvinistas iban tomando poco a poco pequeñas poblaciones, anotando nuevos argumentos para el fiscal de su juicio particular.

Ese año, 1572, uno de estos comandos calvinistas, que tomó por nombre «los mendigos del mar», logró hacerse con el control de Brielle, Flesinga y algunas otras poblaciones de la región, que hasta entonces habían permanecido en poder de la corona española. Capitaneados por Guillermo II de la Marck, en junio de aquel mismo año, Dordrecht y Gorcum cayeron también en garras calvinistas. Y aquí es donde la Providencia nos regaló un santo ejemplar. Porque, intransigentes ellos, al llegar a Gorcum hicieron llamar a todos los sacerdotes del pueblo para conseguir su apostasía.

En ésas, poco a poco fueron reteniendo a los clérigos católicos de Gorcum. Estando allí todos, detenidos y manianatados, en las postrimerías de su decencia, apareció Andrés Wouters. Nacido treinta años antes, Andrés pronto sintió la vocación al sacerdocio. Sin embargo, era conocido que vivía con mujeres y concubinas, dándose al desenfreno femenino y a la laxitud con el alcohol. Su obispo pronto le apartó de su cargo y Gorcum olvidó al borracho pendenciero cuya paternidad, digamos, no era únicamente espiritual.

Decía que la Providencia nos regaló un santo porque, cuando llegó a oídos de Andrés que unos mendigos del mar andaban torturando a los clérigos, le faltó tiempo para presentarse como sacerdote católico ante aquellos asesinos. La risa debió oírse hasta en Madrid, claro. Porque nadie hubiera imaginado que un mujeriego andrajoso fuera hijo de la Iglesia. Y mucho menos hubieran pensado, claro está, que un alcohólico lastimoso fuera Padre de la Iglesia.

Así, los diecinueve sacerdotes católicos fueron primero torturados y más tarde asesinados, puesto que insistieron en negar su apostasía. Y, aunque Guillermo de Orange mandó una carta en la que instaba a estos piratas a liberar a los religiosos, finalmente fueron ejecutados el 9 de julio de 1572. La santidad a Andrés Wouters le llegó por sus últimas cinco palabras. Al ser interrogado y torturado para que renegara de su fe, sabiendo que iba a morir, Andrés proclamó su famoso epitafio: «fornicador fui siempre; hereje nunca». Y ante el asombro de sus compañeros y de sus asesinos, Andrés Wouters logró el laurel de la victoria, los méritos del cielo. Cinco palabras que resumieron, entonces como ahora, la propia santidad: lo hice mal toda la vida; pero nunca renegué. Seamos como San Andrés Wouters.