La condena al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, es la enésima demostración de que el régimen del 78 no es más que un instrumento gestionado por gobiernos socialistas a las órdenes de amos extranjeros. Cuando el máximo responsable de la Fiscalía es inhabilitado por revelar secretos, queda expuesto cómo un poder clave que es en realidad un peón político.
En lugar de asumir la gravedad del golpe, el Gobierno ha reaccionado cerrando filas. Ahí radica el verdadero problema: Sánchez está dispuesto a reinterpretar las instituciones según su conveniencia, vaciándolas de su función original mientras conserva su fachada formal. La sentencia también sirve de propaganda.
Por el momento, tan sólo queda esperar que Sánchez caiga con el régimen al que —como Macron al otro lado de los Pirineos—, encarnando su cristalización más perfecta, ha dado la puntilla.


