Juan García-Gallardo se ha marchado de la política como lo que es: un caballero. Yo entiendo que la discrepancia puede llevar al silencio o a la renuncia y en ambas hay una parte de caballerosidad, acaso los ecos de una lealtad primigenia que hace tiempo dejó de ser compartida. Gallardamente, volviendo a su oficio, el líder de VOX en Castilla y León ha dado un paso al lado, que viene a ser un paso al anonimato y un salto a la vida familiar. Yo doy la máxima puntuación a su triple tirabuzón.
Sigue resultando violenta esta manera de marcharse, esta forma de las formas, en una España que no tiene donde caerse muerta. Gallardo sí. Tan fácil es salir en los telediarios como salir al parque infantil del barrio y la paz reside más bien, creedme, en lo segundo. Hay una vida anónima, poco escandalosa, que merece la pena ser vivida. Nos lo dice la filosofía de andar por casa: es una certeza que el hombre prefiere sus hijos a su concejal de turismo; un paseo por la playa a una vuelta por las Cortes; una discusión con su mujer a una bronca con el líder político.
Lo mejor, y aquí quiero insistir, es su desaparición de esto que algunos llaman «circo mediático». Gallardo engrosa desde esta misma mañana la lista interminable de españolitos que vamos en metro, que trabajamos sin muchas pretensiones, que procuramos hacer el bien y evitar el mal. Es una lista larga y variada pero no la conocemos porque, ay, no parece lo suficientemente rocambolesca como para entretener al circo. Pulgar hacia abajo.
Algunos piensan que el problema de nuestro país es el excesivo protagonismo de la clase política. El Congreso es un coñazo amplificado, es verdad, pero el fracaso está más bien en la joya escondida, en el silenciamiento de la gente normal, en el monstruoso celemín que cubre toda luz. No es que sepamos mucho de Sánchez o Ayuso, no es que Gallardo haya adquirido demasiada presencia en los medios, sino que la infinita lista de personas buenas que nos rodean ha quedado sepultada.
Yo no quiero saber menos de María Jesús Montero. Es verla en un telediario y morirme de risa. No me molesta demasiado encender la tele y tragarme a Revilla y sus anchoas del Cantábrico. A mí lo que me jode es que nadie sepa donde está Benidoleig, un pueblito del interior alicantino. Que ninguno de mis amigos ponga rostro a su párroco joven o a su vecina más anciana. Que las venideras generaciones no sepan cómo se recogen las naranjas o que España tiene obispos buenísimos. Que entre todos hayamos olvidado, qué mal tan grande, nuestro tan grande bien.