Con lo de hacerlo todo bien alguna actividad siempre se queda algo descabalgada y no tan reconocida como mereciera. José Luis Garci contaba sobre el protagonista de Solos en la madrugada que junto con José María González Sinde inventaron un tipo que no existía, pero que les parecía muy cercano, «tanto que el personaje podríamos haber sido cualquiera de nosotros dos». Pues algo desapercibido ha pasado que Jesús Quintero y Paco Cervantes contaran que El loco de la colina lo habían sacado directamente del protagonista de Solos en la madrugada. Entre genios anda el juego. Quintero hacía una radio que te invitaba a imaginar, nos hacía sentir y ver a través de sus ojos lo que nuestra mirada no alcanzaba a ver.
Con Delibes me pasa algo parecido cuando entre todos sus poderes como escritor destaca el de observador. Crea de cualquier detalle diario un mundo. Todos los días suceden a nuestro alrededor explosiones descomunales de estrellas, emisiones de energía extraordinarias en la proximidad de los agujeros negros y otras estrellas y sabemos la interacción de galaxias con miles de millones de estrellas. A pesar de esas circunstancias tan extremas, vivimos en un planeta que permite el desarrollo de algo tan frágil como la vida. Y, el amor.
Hablando con Edurne Fernández (hija de la galerista Nieves Fernández) no podía evitar recordar al matrimonio Chillida y hacer su pequeño homenaje a Pilar: «Estuvo en mi boda, cenando en nuestra mesa y nos contó como Eduardo y ella siempre hablaban de que cuando se hiciesen mayores harían cosas de riesgo juntos, para morir juntos, pero Eduardo se fue antes». El tópico «detrás de un gran hombre hay una gran mujer» era en este caso muy cierto. Más que detrás… al lado. No hay Eduardo sin Pili. «Nada en mi vida y en mi obra habría funcionado sin ella», decía Eduardo. Esta es la historia de amor más bella que he conocido, «dos personas inmensas», me confesaba Edurne.
A veces, a la vida le gusta tomarse ciertas licencias y te hace una pirueta trágica que te retuerce la existencia. Entonces, nos ahogamos en la nostalgia e intentamos moldear miedos nuevos que nos advierten de nuevos incendios contra los que luchar. José Sacristán nos lleva de forma magistral desde el escenario por esa realidad inesperada con Señora de rojo sobre fondo gris. Una historia de amor. Amor y dolor. La pena. La ausencia… Uno de los textos más personales de Delibes basado en el libro que dedicó a su mujer, Ángeles de Castro. La mujer que «con su sola presencia aligeraba la pesadumbre del vivir» como dijo Julián Marías en su recepción en la Real Academia y que años más tarde seguía recordando. «Me dejó con un nudo en la garganta pensando: exactamente eso era ella».
La historia más bella
De nuevo me encuentro ante una historia de amor. La historia más bella, como la de Eduardo y Pilar. «De la foto de Ángeles quinceañera, que abre mis Obras Completas, volví a enamorarme cada vez que la veía», confesaba a Juan Cruz. «Cuando la conocí, era tan bonita, inteligente y atractiva que tenía alrededor un centenar de moscones. Yo tenía un par de años más que ella, pero nos enamoramos, en el 46 nos casamos y en el 73 la perdí. Eso duró mi historia sentimental», vuelvo a leer a Delibes. Y le imagino sentado, en su silla de siempre, escribiendo bajo el retrato de su mujer. Y en el teatro veo a Sacristán haciendo suya la voz del escritor. Pareciera que Ángeles los mirara a ambos, comprensiva, preguntándose dónde van todas esa reflexiones. Como si le dijera, «amor, aquí estoy». Recuerdo a Sacristán en la presentación de la obra contar sus conversaciones con Delibes: las ausencias, los dolores esperanzados, la memoria del amor y cómo la persona no acaba de desaparecer y vuelve permanentemente. Sabía de qué hablaba; su madre, la Nati, había muerto recientemente. A Sacristán tuvieron que agarrarle porque se quería tirar junto a ella al hoyo.
Delibes va desgranando detalles, recuerdos de un matrimonio corriente, como el que va repartiendo el pan a la hora de comer. Tan natural, tan necesario. En este precioso relato sobre la vejez, el amor, la memoria y vidas corrientes atravesadas por la muerte inesperada, eleva a poesía lo diario. Como la personalidad arrolladora de Ángeles: «Tenía el don de ir pasando de invitado a invitado en las fiestas sin dejar a nadie olvidado», contaba que era como una mariposa que iba dejando contentos a todos mientras que él caía con al primero que le hablaba y no sabía cómo cortar esa conversación, normalmente insustancial. Una vida llena de momentos de felicidad, «nos bastaba mirarnos y sabernos. Estábamos juntos y era suficiente».
Entonces vuelves a casa y el ser querido que acabas de despedir ya no está. Lo nombras por el pasillo varias veces, mientras miras por las habitaciones. Y te gustaría encontrarle. Y darle un beso. Y te sorprendes pensando, ¿qué diría si me viera? Al día siguiente te levantas, te tomas un café con leche, como de costumbre, y te asomas a la ventana. En la calle siguen cruzando los peatones, sigue el atasco en el tráfico, los niños juegan junto al quiosco, las campanas siguen llamando a misa y los autobuses llegan puntuales a su parada. Es tu vida la que no sigue igual.
Quizá yo estoy llena de recuerdos y de escenas similares también. Y tú. Recuerdos que se entrelazan, tan latentes, y que te emocionarán con la interpretación de Sacristán. Porque como dijo Amos Oz a Rosa Montero: «Siempre llevamos a nuestros muertos con nosotros». Muchos han sido los escritores que han escrito sobre la pérdida, el adiós o la muerte del ser querido: Joan Didion, Julian Barnes… “Hay que llegar a cierto acuerdo con la muerte a la que nos acercamos inexorablemente, aunque nos empeñemos en no pensar en ella, ni en la de nuestros seres queridos. Pensar en la muerte es, en realidad, conversar sobre la vida. He sentido a Pablo (Lizcano) junto a mí de vez en cuando; y me ha ayudado a no caerme en un par de tropezones…”. Pienso en el tiempo pasado, en los inviernos gastados, el gesto de un abrazo. La literatura, afortunadamente, es una alternativa ante una vida rota», continuaba.
Y Dios. Delibes invita a acogernos a esa fuerza espiritual que hay en nosotros, «Dios me ayudó, sin duda. Tuve esta sensación durante varios años, hasta que logré salir del pozo». La muerte repentina de Ángeles, que falleció en 1974 de un tumor cerebral cuando tenía sólo 48 años, efectivamente sumió a Delibes en una tristeza tan profunda que era incapaz de escribir. «El artista no sabe quién le empuja, cuál es su referencia, por qué escribe o por qué pinta, por qué razón dejaría de hacerlo. En mi caso estaba bastante claro. Yo escribía para ella. Y cuando faltó su juicio, me faltó la referencia. Dejé de hacerlo, dejé de escribir, y esta situación duró años. En ese tiempo pensé a veces que todo se había terminado». El trabajo llegó a ser tan agotador como escalar una montaña.
El teatro no podrá desaparecer jamás porque es el único arte donde el ser humano se enfrenta a sí mismo. Con su chaqueta beis y su jersey de cuello vuelto rojo entre un mobiliario gris, impresiona José Sacristán. Con esa voz tan suya, atronadora unas veces y que susurra y tiembla emocionado otras. Que se propaga por el abarrotado patio de butacas mientras baja y sube el telón una y otra vez. El actor logra que te emociones, te inquietes, que pienses…
En noviembre, el Teatro de Bellas Artes de Madrid acoge de nuevo Señora de rojo sobre fondo gris y yo volveré para aplaudir a Sacristán mientras se marcha y regresa, acompañando con gesto afectuoso las palabras de agradecimiento, ante la insistencia de los aplausos. Por si acaso Sacristán no tiene ganas de meterse en otra aventura en el teatro, como aseguraba en la presentación, vayan al teatro. Porque «recordar es obsceno, / peor: es triste. Pero olvidar es morir», decía Vicente Aleixandre.