El capitalismo agobia, no el sistema en sí, sino la situación frenética a la que nos aboca su apoteósico clima. Hemos dejado de disfrutar de la vida, buscamos experiencias, elementos monetarios con los que llenar nuestros bolsillos; las estaciones las determina el mercado y el hedonismo costumbrista ha quedado relegado por el hambre voraz mercantilista.

El otro día compré el ABC —es mi periódico de referencia por qué es el único en papel que tiene grapas, nunca entenderé la tacaña costumbre del resto de cabeceras de prescindir de ellas—, me fui a una cafetería con la intención de leerlo mientras almorzaba, pedí un café con leche fría y media tostada con aceite. La mañana prometía. Sin embargo, en cuanto terminé la tostada la camarera acudió a toda prisa a retirar el plato; me sentí presionado por la sutil ley no escrita que dice eso que cuando te retiran el plato es que te están apremiando para que te dejes tu sitio a otro cliente. Pese a la sibilina advertencia seguí a mí ritmo y saboreé el café con cada página que leía. En cuanto terminé de beber otra de las camareras me recogió la mesa por completo. Ya no había ningún ápice de duda, me estaban diciendo con las palabras silenciosas de los gestos que me fuera que, pese a que había muchas mesas libres, sobraba. Querían mi dinero, y qué me retirase, era una especie de atraco con prestación en especie.

Eso de los bares que marcan tiempos determinados para consumir no es una leyenda urbana; si tardas más de 25 minutos en desayunar te miran raro, si te pasas 20 minutos más de lo establecido llamarán a la policía. Estoy tirando de hipérbole, pero estamos al borde de esto, ya verán. Atrás quedaron los tiempos en los que uno podía recrearse mientras tomaba un café o un té; ahora sólo importa que el cliente pague y se vaya, sin florituras, ya no importa el placer, lo primordial es el consumo.

El capitalismo hace que pases de estar en una cafetería tomando un café para resguardarse de los últimos gélidos vientos invernales a una tienda de ropa viendo bermudas, camisetas, polos y chanclas. Vivimos demasiado deprisa. El afán consumista hace que las estaciones, el tiempo, y la vida pasen a velocidad de crucero. Quedan 100 días para el verano, pero ya se encarga el sistema de recordarnos que en realidad ya está aquí, que si parpadeas te lo pierdes. Cuando nos queramos dar cuenta, cuando estemos en agosto, ya estarán avisándonos de que hay lotería de Navidad; los supermercados sacarán del almacén los turrones y los mazapanes; los adornos y las luces empezarán a decorar los últimos rayos de sol del verano. Sin darnos cuenta vivimos a cámara rápida, con el x2 de los audios de WhatsApp activado. Tenemos que recordarnos a nosotros mismos que respiramos, qué vivimos, que el tiempo y nuestra vida va más allá que lo que nos marca el capitalismo despiadado.