La partida postelectoral en Castilla y León está que arde. Fernández Mañueco quiso jugar a ser Díaz Ayuso y se lanzó a un adelanto electoral bajo el argumento de que Ciudadanos estaba planeando hacerle la cama con el ganador de los pasados comicios, el PSOE. Castilla y León merece un gobierno fuerte y estable, proclamaba el líder de los populares en la vieja Castilla.
Sus convecinos han enviado mensajes suficientemente claros, a la vista de los resultados.
Le han dado la razón en cuanto a las izquierdas, disminuidas en su representación. Muy en especial respecto de Ciudadanos, haciendo casi desaparecer del hemiciclo de los procuradores al único partido de centroizquierda. El PSOE, por su parte, pierde más de 117.000 votos, que se traducen en siete representantes.
Por otro lado, los castellanos viejos, los viejos castellanos, apenas han respaldado el objetivo del Partido Popular de alcanzar la mayoría absoluta que, contra el carácter sobrio castellano, agitaron como cosa hecha los paracaidistas genoveses durante la campaña. La subida de dos curules no puede tapar el hecho cierto de haber recibido cerca de 55.000 votos menos que en 2019.
El mensaje más evidente que los electores han enviado a través de sus votos se refiere a Vox, a pesar de contar con un candidato treintañero y desconocido —cosa que Vox suple con una cierta unidad de mensaje en toda España. El partido que es habitualmente demonizado o marginado en los principales medios, cuya presidencia honorífica ostenta el burgalés José Antonio Ortega Lara, ha dado la campanada, pasando de 75.000 a 212.000 votos, de un procurador en Cortes a 13. Esto supone que Vox ha obtenido más apoyo en votos y escaños de los que cosechó Ciudadanos en 2019.
Si es verdad que el Partido Popular quería un gobierno más fuerte y estable, los votantes han puesto sobre el tablero una posible combinación más poderosa que la formada en 2019: un poco más de PP y un mucho más de posible socio, a través de Vox.
Las palabras de Abascal en la noche electoral fueron claras: «Se le está poniendo cara de vicepresidente», dijo del joven candidato. Si lo ha sido el doctor Igea con menos votos y escaños, no parece descabellada la apuesta.
Vox ha jugado su papel durante unos años lejos del poder. Y lo ha jugado bien: ha mantenido un discurso más o menos coherente en toda España y ha desplegado una importante y fructífera actividad jurídica, muy en especial ante el Tribunal Constitucional; ha sabido señalar el autoritarismo de la izquierda; y también las incoherencias del Partido Popular respecto del que se supone que es su ideario al tiempo que ha mostrado sus coherencias con lo políticamente correcto. Todo ello sin mojarse en la gestión, si mancharse en una corruptela con dinero público, etc. Ahora Vox ha decidido hacerse mayor como partido y empezar a gestionar. Será una prueba de fuego. Que una cosa son las musas y otra el teatro.
Depende del Partido Popular decidir con quién quiere bailar. Les toca a Fernández Mañueco y a Casado escoger entre fabricarse un Frankestein a la castellana (pactando con un PSOE aliado de terroristas, nacionalistas, independentistas, comunistas y sobrecogedores regionalistas) o asumir que Vox es hoy de manera consolidada la tercera fuerza política de España. Pero para que se dé la segunda opción el Partido Popular ha de abandonar la demonización de Vox. Y más que el partido, sus máximos dirigentes, Pablo Casado y Teodoro García Egea.
Claro que, todos recuerdan el desprecio hacia Santiago Abascal —ya no político, sino personal— que expresó Casado en la moción de censura planteada por Vox contra Pedro Sánchez. Ese sapo sigue ahí y habrá que tragárselo… ¿Y si no?
Si no, Vox ya ha asegurado que no le teme a una nueva convocatoria electoral en Castilla y León, pero Fernández Mañueco no se lo puede permitir.
Por otro lado, si Vox quiere en el Gobierno regional castellanoleonés tiene que hacer valer su discurso diferenciado del Partido Popular. Juan García Gallardo apuntaba en la noche electoral a necesidad de derogar las leyes de Memoria Histórca y de violencia de género que rigen en la comunidad. Y deberían exigir que no se apruebe la ley autonómica de mordaza LGTBI que el PP trata de sacar adelante desde hace tiempo. Si la entrada de Vox en el Gobierno no supone un cambio evidente en políticas clave para sus electores, simpatizantes y afiliados, igual que el suflé ha subido, bajará. Que para no hacer políticas valientes en materias que exigen una batalla ideológica, legal y cultural, ya está el Partido Popular.
Quienes han sido designados para gobernar en Castilla la Vieja por un mandato claro en las urnas han de decidir: Reconquista o retroceso. Tanto el Partido Popular como Vox se juegan mucho. Si no, al tiempo.