En este mes de marzo asistí a dos citas que, si bien una de ellas es tan cotidiana como bella, la otra revistió las galas de lo excepcional y fascinante. Por un lado, el 19 pudimos nuevamente renovar nuestros votos de admiración y agradecimiento hacia nuestros padres, quienes en San José tienen —tenemos— el referente al que todo hombre de bien debe —debemos— aspirar, por no hablar del heroísmo mesiánico de su Hijo, que pronto recordaremos al finalizar la Cuaresma. Por otro lado, por fin cumplí con el gustoso propósito de abordar una de las obras que más rondaba las lindes de mi inquietud y cuyas mieles he podido saborear. Se trataba de Europa y la Fe, de Hilaire Belloc, mentor y gran amigo del celebérrimo Chesterton.
Si bien del padre putativo de Cristo tenemos largo y tendido por desarrollar, no creo que corresponda a un sencillo laico como el escritor de esta reflexión hacerlo en demasía. Sin embargo, sí que me gustaría resaltar aquella lucidez del antiguo parlamentario británico de origen francés.
En su obra, Belloc hace un repaso histórico del catolicismo desde el prisma de Gran Bretaña en el paso de los siglos hasta después del reinado de Enrique VIII. Esto responde al ánimo del autor ante la llegada de ideas supremacistas que a inicios del siglo pasado colocaba a las razas aria y nórdica por encima de las demás, en consonancia con la filosofía política que se gestaba en tierras bávaras, en el corazón de Europa. Estas ideas modernas muchas veces se jactaban de haber sido capaces de extirpar algo tan pesado para la conciencia humana como la regla moral con la que el catolicismo compromete a cada fiel a una lucha permanente y cansada contra la corrupción, combate espiritual que a su vez es dulce, cargado de virtud y prolijo de bondades hacia el prójimo. De esta manera, Belloc escudriñaba en los horizontes de la Historia Universal cómo «La fe es Europa. Y Europa es la fe», como concluiría su libro.
El Imperio Romano no fue doblegado por bárbaros procedentes del norte de sus fronteras avasallando las regiones de las Germanias, la Galia, Britania, la península Itálica o Iberia. Alarico no fue un bárbaro racialmente superior que llegase de más allá de la civilización mediterránea para ponerle fin a la débil descendiente de Rómulo y Remo. Ese líder era el rex de los visigodos, tribu que se asentaba dentro de los límites de Roma y que también nutría sus filas militares. De hecho, rex es como se denominaba aquella figura del ejército romano que al frente de los auxiliares (tropas de apoyo formadas por los nativos de una provincia romana) completaba la escuadra imperial junto a las legiones. De la sublevación de estas divisiones dentro del Imperio Romano nacerían territorios cuyos gobernantes serían los jefes militares de estos auxiliares, los rex, título que además era hereditario. Se trata del advenimiento de los reyes, que nacerían dentro de la misma Roma para deshacerla en pedazos. Sin embargo, no llegó de fuera ningún nuevo credo que apagase por momentos el catolicismo o sacase partido de la debilidad moral a la que culpaban de adolecer la vieja ciudad. De hecho, fue a través de la Iglesia como Europa salvó sus raíces en aquella crisis existencial que permitió que el Imperio Romano de Occidente pasase a conformar siglos después la Cristiandad, con los descendientes de los independizados rex unidos por el mandato de un rey cuya magnificencia infinita se mostró en la Cruz. La Iglesia, a través de sus ministros y sus fieles, tomaron las tradiciones griega y romana para de ellas extraer la Filosofía y el Derecho, respectivamente, y hacer que los bárbaros no fueran barbarie, sino reinos civilizados, con una cultura y una fe que los unía bajo una comunión espiritual llamada Europa, que abarcaba desde los reinos de Polonia y Lituania hasta los de Navarra, Castilla o Aragón.
La idea de Occidente
Como resultado, tenemos un concepto de Occidente que responde a un marco de principios vertebradores que permiten la convivencia digna dentro de la sociedad y que ha permitido a esta parte del mundo no solo ser la vanguardia intelectual, sino también la espiritual. Al legado de Grecia y Roma, la Iglesia Católica trae el mensaje de hacernos a todos iguales ante los ojos de Dios, favoreciendo que metafísicamente tengamos la misma dignidad y libertad todos los hombres; cosa que no se daba en la Grecia de los ciudadanos y no ciudadanos de la polis o en la Roma de los patricios y los esclavos. Así, la Iglesia nos trae el mensaje de Cristo y consecuentemente nos hace mirarnos no con ánimo de superioridad sino de fraternidad. La visión conflictiva del mundo desaparece para hacer que el hombre se centre en la guerra espiritual, pretérita a todo combate físico posterior. Es la Fe lo que salva a Europa, como bien se pudo ver en Lepanto, en Viena o en Kahlenberg.
El catolicismo nos hace herederos de una civilización que configura tanto nuestra forma de relacionarnos en sociedad como la manera en la que atendemos a la realidad temporal que nos corresponde vivir.; de igual manera que nuestro padre nos regala no solo sus genes, sino incluso el temperamento que ciertamente determinará nuestra conducta, nuestras virtudes más altas y flaquezas más sonrojantes. Por ello, creo que a los padres y a la Iglesia Católica les une precisamente aquello que otorgan a sus hijos: las raíces.
Siempre decimos que quien tiene un amigo tiene un tesoro, pero rescatemos también del refranero español aquellas citas como «amor de padre, que todo lo demás es aire» o «padre diestro, el mejor maestro». Ensalzar los vínculos que nos unen es echar abono y fertilizantes sobre las raíces que nos sujetan al suelo e impiden que los vendavales nos arrastren con ellos. Por eso, bendita la figura de San José que nos recuerda cómo la trinchera en la que empezamos a levantar nuestros cimientos primero la excavaron nuestros padres con su entrega y sacrificio abnegado. Reconocerles a ellos su denuedo al apostar por su familia tiene paralelismos con el celo con el que la Iglesia lucha por salvar las almas de los hijos de Dios.
El padre y la fe
En cambio, vemos cómo hoy somos los hijos los que púber y tontamente renunciamos a nuestras raíces, desertamos de nuestros mayores para centrarnos en falsos ídolos que como mucho nos traen una moda, una imagen. Sin embargo, al lado del padre podemos concebir un estilo, la transmisión de un fuego para quienes nos sucedan en el transcurrir de los tiempos. Lo mismo sucede con el abandono de la fe. Al dejarla de lado, los pueblos buscan nuevos credos. Cuando se reniega de las raíces, se buscan sucedáneos que sean capaces de rellenar el hueco que tras extirparlas queda. Sin embargo, vemos cómo las soluciones tan modernas que nos asisten son tan lánguidas que no pueden si quiera llenar la infinitésima parte de los recovecos existenciales que el catolicismo llenaba de fe, esperanza y caridad. Junto a la fe podremos concebir un sentido, algo que tantos seres humanos añoran en nuestros días. Antaño, en las guerras había que dar a los hombres un motivo para morir. Hoy, vemos cómo cada vez más necesitan incluso uno para vivir.
El hombre que renuncia a su padre y una Europa que niega la fe entrarán irremediablemente en crisis existencial, ya que ambos se dañan y se emponzoñan con gangrena al extirparlos, propiciando una herida que no se cerrará hasta que los vuelva a devotamente abrazar. De ahí vemos y podemos explicarnos el hecho de la fatídica suerte de tantas familias desestructuradas, quien sabe si por falta de amor, quien sabe si por ideologizar y enfrentar a sus miembros entre sí con artimañas como la ideología de género. Igual pasa con la sociedad, que se ve abocada a rediseñar sus estandartes con banderas multicolores, temiendo apocalipsis climáticos a la par que se olvida de la frugalidad y trascendencia de la vida; provocando una subversión en el sistema de valores sustentado por la dignidad y libertad que consigo trajo la Iglesia Católica. Por eso destaca la importancia de amarrar bien fuerte estas raíces al suelo: el nihilismo de nuestros días ha despertado un huracán al que sólo es posible sobrevivir mediante el arraigo en aquellas cosas que se visten de eternidad. El desprendimiento de éstas explica cómo los suicidios, tragedias y enfermedades de todos los colores están al alza, lejos de tocar aún su pico.
La unión de padre e hijo es eterna, porque si bien están unidos en la tierra, también lo estarán cuando la dejen. De los eslabones que padres e hijos labran nace la cadena de la tradición, el espíritu que conecta generaciones distantes en el tiempo. La comunión familiar da lugar a una tradición que se transmite y supera las barreras terrenales y temporales. Por eso, Europa es la Fe y la Fe es Europa. Este obsequio y cometido que Belloc le otorga al Viejo Continente es el mismo que el padre asume. De igual manera, el padre no sería padre si no tuviera intrínsecamente la misión de enseñar a su hijo como otrora hiciera el abuelo. Por eso, el padre es la tradición. Y la tradición es el padre.
De la unión de los binomios que forman Europa y el padre junto a la fe y la tradición, respectivamente, surge una civilización que sobrevive al paso de los siglos y cuya base espiritual descansa sobre los pilares de la Iglesia Católica. Cuidando estas parejas las raíces del hombre serán profundas en su tránsito por el mundo, y solo con ellas logrará, además de solidez, dar buen fruto.