No sabría muy bien situar el inicio, pero desde hace un tiempo hasta hoy cada vez veo a más gente rota por sus relaciones del pasado. Hablas con unos y otros, y tras un tiempo de conversación, se lanzan a confiarte muchos de sus problemas y heridas. Palpas de primera mano el dolor que llevan por dentro y cómo tratan de mitigarlo en cualquier lugar y con cualquiera. Errantes por esta vida, se afanan en llevar consigo pedazos de sí mismos de un lado a otro, de una persona a otra y sin saber realmente qué es lo que necesitan.

Arguyen, se defienden, en lo bueno y en lo malo de la persona de enfrente —me niego a usar los términos green flags y red flags—, basando sus decisiones en una lista que, con casi toda seguridad, escribieron en la notas del móvil. Encasillamos todo en una hoja de Excel, hasta a la chica que queremos la encerramos en una hoja de cálculo. Cuantificamos a la persona según sus virtudes y vicios, como si fueran algo autónomo de nosotros, olvidándonos de que somos únicamente una persona, que nuestros talentos y nuestros defectos nos hacen ser como somos. Nuestro pasado, nuestras historias y el cómo las hemos vivido nos han moldeado de una determinada manera. Somos un crisol de heridas, anhelos, penas, alegrías, sueños, miedos, recuerdos…

Hemos olvidado escuchar, comprender y contemplar a la otra persona. Somos ciegos ante la riqueza que tiene la otra persona; vemos a los demás como opciones y no como oportunidades. Instagram se alza en este momento como un abanico que nos muestra un sinfín de opciones para elegir un servicio, que nos bombardea a cada momento incluso. Renunciamos a vivir aventuras con una sola persona por experimentar con quién sabe cuántas. «Los jóvenes debéis vivir más» me dijo en cierta ocasión una persona inteligentísima, y tiene razón. Buscamos con ansia experiencias con personas, deseosos de emborracharnos de ellas, creyendo que no nos dañan cuando es todo lo contrario. Nuestro corazón se va llenando de heridas, de desilusiones y de decepciones, incapacitándonos para adivinar la belleza que guardan las personas. Ya no hay grandes historias de amor, tan sólo amantes a medias.

Así nos quiere el mundo, humillados y derrotados para dejar de creer, incluso despreciar, el amor; pero aunque estemos en el mundo no hemos de olvidar que no somos del mundo. Frente a los egoísmos disfrazados de necesidades, debemos entregarnos completamente a los demás. Con miedo o sin miedo, amemos a los demás, atrevámonos a dar lo mejor de nosotros mismos al prójimo. Propongo recuperar los paseos y convertirlos en solución para los conflictos. Pasear como antídoto al aburrimiento, al egoísmo, a un amor de mentira que nos haga creer que sólo debemos ser amados y así no olvidar que también debemos amar por entero. Y mientras paseamos, nos descubrimos el uno al otro realmente para poder querernos bien y querernos mucho.

Creo firmemente que otra forma de amar es posible. Una manera en la que el acompañar, ayudar y querer sean el pan de cada día y no una excusa para llevarnos a la cama. Un amor para toda la vida que haya sido construido entre los dos a base de risas, lágrimas, enfados, sueños y sacrificio. Un amor donde nos sepamos miserables los dos porque ninguno es perfecto, que seamos compañeros de naufragios en un mundo que, si no ha naufragado ya, va camino de ello por haber perdido la estrella que lo guía. Un noviazgo (y un matrimonio) con un amor limpio y sincero, que sea refugio en las tempestades, bandera para luchar contra las injusticias y alegría verdadera para toda la vida. Anhelo matrimonios que se propongan tener más nietos que hijos, sabiendo que el mejor lugar para los niños es un mundo donde haya niños. Creo en un amor que trabaje por buscar y querer el bien del otro con una alegría contagiosa. Las heridas del corazón serán sanadas con verdadero amor, paciencia y comprensión. Qué suerte saberse llamado a tal alta misión.