Desde que hace unas semanas Rusia decidiera desplegar más de 100.000 soldados en la frontera con Ucrania, el posible conflicto bélico ha acaparado toda la atención mediática. También en España. Mientras Biden decidía si era hora de tocar tambores de guerra o no, aquí hemos asistido a un espectáculo bastante paradójico: la unión de la extrema izquierda, separatistas y parte de la derecha en una defensa férrea del régimen ruso.

Por parte de Podemos no resulta tan sorprendente. Cualquiera que conozca un poco la política internacional sabe que Putin mantiene una alianza firme con Maduro. Y ya sabemos que perro no come carne de perro. Tampoco resulta demasiado extraño la admiración del separatismo vasco y catalán por el líder ruso, pues hay algunos indicios que invitan a pensar que el líder ruso apoyó de forma entusiasta el golpe separatista de 2017.

Lo que sí resulta sorprendente, al mismo tiempo que inquietante, es comprobar la veneración que parte de la derecha siente por Putin. Ciertamente esa corriente parece minoritaria, pero no es descabellado pensar que puede crecer con el tiempo.

Esa admiración se explica por el rechazo de Putin a la cultura woke, la Agenda 2030 y su animadversión hacia la Unión Europea y los Estados Unidos. Somos muchos, y con muchas razones, los que rechazamos todo lo anterior, pero no por ello tenemos que ver en Putin un aliado.

Como prueba de esa admiración, estos días he leído algunos comentarios en redes sociales que me han dejado atónito. Por ejemplo, recuerdo un tweet en el que se decía que estar en contra de Putin era estar a favor del globalismo. El gobierno de Polonia, baluarte de la soberanía de las naciones y las raíces cristianas de Europa, acusado de globalista. Vivir para ver.

El gobierno polaco conoce bien a Putin. Ellos han padecido su imperialismo expansivo de cerca. En Varsovia saben que detrás de la guerra híbrida desatada por Lukashenko se encuentra la mano del líder ruso.

Son innumerables los motivos por los que Putin es un líder que conviene tener lejos. Tantos que no caben en un solo artículo. Por eso, me centraré sólo en los más evidentes.

De puertas para adentro, Putin ha llevado a cabo prácticas mafiosas para soterrar cualquier atisbo de oposición al régimen. Pueden dar buena cuenta de ello —de milagro— Navalni o Skripal. Quien no lo puede contar es Alexander Litvinenko, que murió envenenado en Reino Unido en el año 2006. Así lo confirmó el juez inglés Robert Owen, el encargado de investigar el caso, en un informe de más de 250 páginas: «Hay indicios que permiten concluir que este fue asesinado por agentes de los servicios de inteligencia ruso en una operación probablemente aprobada por el presidente Putin». Este simple hecho coloca a Putin en el mismo plano moral que cualquier dictador de Latinoamérica.

Por si lo anterior no fuese suficientemente grave, hay que recordar que Putin es aliado de todos los sátrapas que habitan en la faz de la tierra, empezando por Nicolás Maduro, el dictador que está oprimiendo de forma inmisericorde a nuestros hermanos venezolanos. También es aliado de la China comunista, Cuba, Nicaragua, Corea del Norte y Laos. Todas ellas, como sabemos, ejemplos de democracias civilizadas que destacan por su respeto a los derechos humanos.

También hay indicios más que suficientes para pensar que Putin ha intervenido en la política española, a través de su apoyo a los golpistas catalanes y al llamado procés. El separatismo catalán forma parte de esa red de alianzas que el mandatario ruso ha ido creando a lo largo de Europa. El único objetivo de Putin es desestabilizar Occidente, con el fin de crear una Gran Rusia. Por eso no nos podemos fiar de quien nos quiere liquidar. Hoy es Ucrania, mañana puede ser Polonia y pasado cualquier otro país occidental.

Los que rechazamos la Agenda 2030 y la deriva federalista de Bruselas defendemos, ante todo, la libertad. Y Putin es todo lo opuesto. Si la derecha decide abrazar el modelo de Putin, inevitablemente está renunciando al modelo de libertad que dice defender. El camino de la lucha por la libertad no es fácil ni agradable, por supuesto. Pero no por ello debemos aceptar cualquier compañero de viaje. Sobre todo, cuando ese compañero de viaje es un tirano liberticida peor que lo que pretendemos combatir.

Como bien dijo el primer ministro polaco en una entrevista hace unos días, con Putin debemos mantener una distancia infinita, además de parar sus intentos de expansionismo. Si algo nos enseñó la II Guerra Mundial es que las políticas de apaciguamiento frente a los totalitarios no funcionan. Quienes crean que Putin se dará por satisfecho con la invasión de Ucrania se equivocan. Su objetivo final, movido por la nostalgia de sus tiempos de matón de la KGB, es crear una Gran Rusia. Hoy es Ucrania, pero mañana será Polonia. Y pasado pueden ser Rumania y Bulgaria. Es obligación de Occidente no mirar hacia otro lado.