Existe una sensación única, un sentimiento placentero instantáneo y permanente al mismo tiempo: estar enamorado. Ese nudo en el estómago que hace bailar al tenedor en el plato sin probar bocado, esa emoción de ilusión permanente y de risa tonta cuando piensas en esa persona… No se podrían escribir todos los impulsos que laten de un corazón enamorado. Por mucho que nos quieran decir lo contrario, ningún placer supera a las endorfinas que se liberan cuando se ama.

Recuerdo cuando besé por primera vez a la que espero que sea la madre de mis hijos. Eso sí que fue de película y no el morreo del Titanic. Recuerdo que cogí el Metro para volver a casa tras aquella mañana de agosto cómo si lo que me llevase a casa fuera una nube surcando el cielo y no un tranvía rozando el acero de las vías. Se paró tanto el tiempo en aquel banco, en ese parque, que llegué tarde a comer a casa y mi padre me echó la bronca, pero me dio igual. Sus reproches estaban siendo eclipsados por la memoria de ese beso, de ese momento. Imagínense lo que pensaría mi progenitor cuando me vio reaccionar con los ojos vidriosos a tal regañina. Estaba anestesiado porque no veía un cuerpo con el que intercambiar fluidos, o carne follada con la que rozar mi carne follada, que diría Juan Manuel de Prada, percibía en sus ojos, unos que me siguen emocionando, la mirada que quiero que tengan mis hijos. Quería hacer el amor con ella, no follar. Deseaba pasar la vida con ella, no pasar el rato. Ansiaba ser feliz con ella, no estar simplemente a gusto.

Veía el otro día una pareja de octogenarios tomarse un té mientras se miraban sin decir nada. Era excepcional percibir como se decían todo sin mediar palabra. Se conocían, se querían. Conscientes de lo que inquietaba al otro con la mínima expresión. Aspiro a eso. A compartir cada instante con ella. Lo digo emocionado por dentro y por fuera. Las lágrimas se me saltan mirando una foto juntos y con la esperanza y el deseo de compartir otra estampa igual dentro de veinte años. Para algunos seré un fascista por anhelar estar con la misma persona durante años, pero así me lo pide el cuerpo y el corazón. No sólo a mí, si no ti también, a tu vecina, a esa que se siente feliz de estar «soltera y entera». El mayor gozo de todo ser humano es sentirse amado. Hasta los puteros que satisfacen sus necesidades fisiológico-sexuales con meretrices están buscando cariño bañado de placer. «No es bueno que el hombre esté solo», como dice el libro del Génesis.

Vivimos en tiempos complicados para amar. La existencia líquida y fugaz reniega de todo lo que requiera esfuerzo o compromiso. El otro día hablaba con un buen amigo sobre la cantidad de relaciones que se están terminando. Es preocupante, desde luego. Damos carpetazo a una historia trascendental como si fuera un mero asunto baladí, somos inconscientes de que elegir al compañero de vida es lo más importante de la existencia. Esquivamos que, por muy buen trabajo que tengamos, que por muy aventajada posición social en la que nos encontremos, todos vamos a necesitar una mano a la que agarrarnos en nuestros últimos instantes.

Cohabitamos en la era de la efervescencia en la que todo cambia y nada permanece. «Soy consciente de que la persona con la que estoy ahora no va a ser la pareja con la que me vaya a casar», escuché de parte de una allegada hace algún tiempo. Es todo voluble. No se hacen esfuerzos en arreglar lo que se rompe porque todo se percibe como temporal. En los tiempos precarios que vivimos asolados por el arrendamiento, nada es nuestro, y, por lo tanto, no cuidamos ni el más mínimo elemento. «Ahora estoy con este chico», le dijo una persona a un amigo. Era como si se hubiera cambiado de teléfono móvil. «Ahora estoy con este, pruébalo, me va muy bien», le faltó decir. Es lo que ha ocasionado la aparición de aplicaciones de alquileres de personas como Tinder o Badoo. No prestas atención a los detalles mimando a las personas porque sabes que con un simple deslizo vas a tener un match. Es todo tan delicado, formamos unos vínculos tan frágiles que hay personas que dejan a su pareja para disfrutar del Erasmus sin remordimiento de conciencia.

Concibo el amor conyugal cómo un afecto más grande que al de los propios padres. ¿Se imaginan que claudicamos de los nexos con nuestros progenitores? Desgraciadamente hay gente que abandona a los que le dieron todo o les meten en los morideros de las residencias para librarse de cuidarles.

A veces somos tan egoístas que nos sobrepasa todo aquello que sea más grande que nosotros mismos. No sabemos amar, cuidar.