Escucho la entradilla de un podcast. La presentadora se autoproclama «pionera en el mundo de la comunicación» y «emprendedora de éxito». Quizá lo sea. No se lo discuto. Lo que me sorprende —y hasta me hace sonreír— es que sea ella misma quien, sin rubor alguno, se adorne con elogios encendidos. Sigo escuchando, pero, como la presentadora se explaya en la exposición de sus múltiples virtudes, acabo hartándome y cambio de programa. Será que no soy pionero de nada. O que desconfío del triunfo porque, como dijo Leonardo Polo, todo éxito es prematuro.
Recalo en otro podcast. Éste es uno de los que suelo escuchar, por la miga de algunos de sus entrevistados. Es un programa ligero y nada sesudo, en el que se habla de libros, de periodismo, y, en general, de arte. El entrevistador es amable y educado, hombre de lecturas (contemporáneas, sobre todo), cinéfilo y muy cordial. El tipo perfecto para tomarse unas copas con él. Pero, según avanza la conversación, noto cómo irrumpe con fuerza su yo protagonista, que, al socaire de las preguntas a su invitado —cuyas respuestas poco importan ya—, nos cuenta su vida, nos ilustra sobre sus gustos personales y nos distrae, en fin, de las cuitas y del mundo del entrevistado, que es por quien estábamos allí.
Nada nuevo bajo el sol. Ha pasado desde siempre. Tendemos a pensar que con nosotros se inaugura el mundo, y que lo bello no es más que la obra de nuestras manos. Cuando Ezequiel profetizó contra Egipto, acusó a aquella tierra de haber dicho la siguiente tontería: «Mío es el río, yo lo he hecho». La vanidad es una necedad muy grande y siempre infantil. Ni somos pioneros de nada, ni el mundo depende de nuestras cositas, ni hemos creado la inmensidad de las aguas del Nilo. Sigue sonando la hojalata de aquel «seréis como dioses», el primer y original engaño. Y siguen también, por tanto, los pechos hinchados, los intelectos satisfechos de sí mismos, los artistas encumbrados, la funesta manía del yo por doquier.
Busco en el diccionario la palabra «adanismo», que es a lo que me suena toda esta inflación de los logros propios. La definición es precisa: «Hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente». Eso es. Nos creemos Adán en el Edén, sin nadie anterior de quien aprender y nadie posterior a quien rendir cuentas. No lo digo, quede claro, por los dos presentadores del podcast. Parece más bien uno de los signos de nuestra cultura.
Sucede, sin embargo, que no estamos condenados a hundirnos en las aguas densas de nuestro yo. Podemos salir en tromba hacia los demás. Se caldeará así nuestro corazón y se avivará nuestra inteligencia. Empezaremos advirtiendo que la vida del pensamiento no es un pozo, sino un puente. Y luego bastará con «leer, reunirse y conversar» —como ha propuesto el filósofo Alejandro Llano—, con hacer espacio a discursos que no sean el nuestro, y con aguzar el oído a la palabra ajena. Bastará con todo aquello que, por mínimo que sea, destierre la funesta manía del yo y nos descubra que no somos los pioneros de la realidad, sino un puñado de sus alegres y agradecidos servidores.