Cuando tenía quince o dieciséis años ya me había visto muchas películas de Woody Allen. No sé si eso dice mucho de mí, ni si lo que dice es bueno o malo, pero lo cierto es que, con esa edad, a mí me parecía una idea estupenda traer a mi vida un montón de situaciones, de escenas, mejor dicho, que había visto en aquellas. La cosa, siendo sincero, no ha cambiado mucho. De aquellos polvos, estos lodos, supongo. La única diferencia que noto es que ahora, con unas cuantas películas más cumplidas, la lista de escenas que me gustaría que me ocurriesen es mucho más larga.
Porque esto de las películas, ya saben, es un poco buscarse en la pantalla, siempre lo digo. Yo dedico gran parte de mi reducida capacidad de concentración a identificarme con uno u otro personaje, a llorar cuando sea preciso, a enamorarme, a ponerme nervioso, triste, eufórico, en fin, a emocionarme porque, posiblemente de forma prematura, me he dado cuenta de que lo que estoy viendo puede sentirse y, es más, puede llegar ocurrir en la realidad.
Quizá esa sea la mitad, o algo más que la mitad, de la magia del cine, pero en esto de las películas, quería decirles, la otra mitad de la magia es llevarnos eso que hemos visto a nuestra propia vida. Terminar la película y, a la mañana siguiente, coger el taxi para ir a la oficina diciendo eso de «siga a ese coche», o decirle a tu chica, que te está esperando en ese lugar pactado a la hora acordada, y que no te ha visto llegar, algo así como «perdone, ¿tiene fuego?» o «Disculpe, ¿nos hemos visto antes?», y que ella se gire con una sonrisa al reconocer tu voz. «Pero mira que eres tonto». En fin, que las personas a las que nos chifla el cine tenemos el deber, moral incluso, de ser un poco peliculeros. La responsabilidad de hacer que la vida sea un poco eso, una película, en especial la de quienes nos rodean. Eso sí, sin pedanterías ni cursilerías, que nos conocemos.
Les decía que a los quince o dieciséis años yo había incorporado a mi vida alguna de las escenas y frases de esas tragicomedias, digamos, de Woody Allen. Ya les he hablado de aquella vez en que, paseando, le pedí un beso a una chica excusándome en la tensión que habría después, durante la cena, si no rompíamos el hielo en ese momento. Que si ese era el momento apropiado, que si la tensión se resolvería, que si después todo se digeriría mejor. En fin, que ya saben que me lo dio, y si no lo sabían, ahora ya sí. Hoy en día tengo en mi cabeza unos cuantos momentos de cine que pienso, antes o después, traer a mi vida.
Pienso meterme en una ducha vestido para hacer reír tanto a esa chica y que sea inevitable ver en su cara la sonrisa feliz de Audrey Hepburn mirando a Cary Grant hacerlo en Charada. Pienso meter las manos en los sacos de legumbres de las fruterías como Audrey Tautou en Amelie. Pienso decirle ese «Cierra con llave» que le dice Paul Newman a Elizabeth Taylor al final de La gata sobre el tejado de zinc. Pienso escribir un guion y relatarle una escena a ella, como hace William Holden a Audrey en Encuentro en París. Pienso comer arroz recalentado en mi despacho con un amigo, como Jep Gambardella y Dadina, por aquello de que «lo viejo es mejor que lo nuevo», y pienso tener un monóculo en un cajón para usarlo como Charles Laughton en Testigo de cargo. Pienso colarme en uno de esos jardincillos privados que hay en las ciudades para besarla, como Hugh Grant en Notting Hill. Pienso sentarme con ella en un banco del parque e inventarle las historias de las personas que vayan pasando por delante, como Woody y Diane en Manhattan. Pienso en hacer las mayores tretas para conseguir a la chica como hacen tantos, Jack Lemmon en Irma la Dulce, Cary en Suave como visón o Peter O’Toole en Como robar un millón y… Pienso pedirle un beso como el de Grace Kelly en La ventana indiscreta o llevarla de picnic como el de Atrapa a un ladrón. Una vez bailé cogido a ella únicamente con la música que yo era capaz de silbar y tararear. Hago las tres cosas realmente mal, pero estoy seguro de haberlos sacado de alguna película, quizá no. Iba también a decirles que quiero que se me llenen los ojos de lágrimas con una escena como le pasa a Totó al final de Cinema Paradiso, pero eso me ocurre muy a menudo. Gracias a Dios.
Aquella chica del beso terminó conmigo diciéndome que había visto demasiadas películas. Como si eso fuese algo malo. Quizá por eso yo, ahora, comienzo advirtiendo de que me desvivo por el cine y que, si algo aparece en la pantalla y me gusta, lo voy a querer vivir, en especial los besos. Si beso veo, beso quiero. Apunten. Y es que, en el fondo, o no tan en el fondo, me encanta ser un poco peliculero. Puede que como a todos. No lo sé.