Por si quedaba alguna duda, en las dos últimas semanas Sánchez ha vuelto a dar muestra de su nula catadura moral y su insaciable ambición. El viernes 9 de diciembre, probablemente el viernes más negro de la reciente historia democrática, el ejecutivo anunció que junto a la eliminación del delito de sedición, rebajaría la pena del delito de malversación y modificaría la mayoría necesaria para elegir a los magistrados para el TC. Al viernes negro se unió el jueves negro; el 15 de diciembre se aprobaron dichos cambios. Y aunque el TC ha paralizado dichas reformas, ese jueves España entró en una pendiente resbaladiza bastante peligrosa y vislumbrando un aciago horizonte.

Lo ocurrido la pasada semana no debería coger por sorpresa a nadie. Sánchez lleva mucho tiempo dando muestras de su autoritarismo. Tanto que resulta incomprensible que la oposición haya colaborado con él en numerosas ocasiones —por acción u omisión— a lo largo de toda la legislatura.

Apenas un mes después de tocar el poder, en agosto de 2018, Sánchez perpetró su primera cacicada. La anterior Ley de Estabilidad Presupuestaria otorgaba al Senado el poder de vetar el techo de gasto aprobado por el ejecutivo. En aquel momento el PP controlaba la Cámara Alta, pues Sánchez acababa de llegar a Moncloa a través de una moción de censura y no había convocado elecciones. Pues bien, una de las primeras medidas que acordó con Podemos fue modificar la Ley de Estabilidad para sortear el veto del Senado, que en ese momento contaba con una mayoría adversa a sus intereses. Si bien dicho cambio no fue ilegal, ya daba buena cuenta de por dónde iba a ir Sánchez: si los contrapesos son contrarios a los intereses del ejecutivo, éste los modifica o directamente se los salta. De primero de totalitarismo.

No hace falta irse a su etapa de presidente para conocer el carácter antidemocrático del personaje. No podemos perder de vista lo siguiente: cuando hablamos de Sánchez, lo hacemos de un individuo que intentó dar un pucherazo para mantenerse como secretario general del PSOE. En el famoso Comité Federal de octubre de 2016, para bochorno de propios y extraños, el actual presidente colocó una urna detrás de una cortina, sin censo, sin ningún tipo de control y sin interventores. Es decir, hablamos de una persona sin escrúpulos capaz de cualquier cosa con tal de mantener el poder. Y si fue capaz de realizar una maniobra tan chusca para mantenerse al frente del PSOE, mejor no pensar hasta dónde es capaz de llegar para seguir en Moncloa.

Lo ocurrido la semana pasada fue el culmen del proyecto totalitario de un gobierno que ya tiene sobre sus espaldas varias sentencias de inconstitucionalidad, entre ellas dos por estados de alarma fraudulentos y otra por cerrar ilegalmente el Congreso.

Lo aprobado el jueves pasado fue un despropósito de principio a fin. Tanto el contenido como las formas. En dicha sesión, se modificaron tres leyes orgánicas con una proposición de ley, tramitada con urgencia, sin comparecencia de los expertos y sin los informes preceptivos, hurtando a los diputados el derecho fundamental a la participación política. Un fraude de ley de manual, más propio de un régimen bolivariano que de una democracia occidental. De hecho, existe consolidada jurisprudencia del TC que afirma que por la vía de la enmienda no se pueden introducir cambios legislativos de tanto calado y más cuando dichas enmiendas son inconexas con las normas que se pretenden modificar. Y así lo ha vuelto a confirmar el TC este lunes.

Si analizamos el fondo, resulta verdaderamente nauseabundo que se apruebe una reforma ad hoc del Código Penal para eliminar el delito de sedición y rebajar el de malversación, facilitando así la vuelta de Junqueras a la primera línea política y de todos aquellos que tienen por bandera el lema «lo volveremos a hacer».

Por otra parte, y en relación a la reforma del TC, creo que no digo nada nuevo si afirmo que tenemos una izquierda que no acepta la base de una democracia liberal, que es el sistema de pesos y contrapesos. No quiere ningún órgano independiente que les fiscalice o que pueda interponerse en sus objetivos. De hecho, así lo ha reconocido desvergonzadamente Calviño esta semana: la reforma del TC evitará que triunfen futuros recursos del PP y Vox.

Dejando a un lado lo escandaloso que resulta que un gobierno quiera eliminar los contrapesos democráticos cada vez que éstos se interponen en sus objetivos, no es asunto menor que los elegidos por Sánchez para controlar el alto tribunal sean Juan Carlos Campo y Laura Díez, dos personas íntimamente ligadas a la cuestión catalana: el primero fue el encargado de tejer el proceso de indulto a los golpistas; la segunda, fue asesora del Gobierno de la Generalidad para la reforma del Estatuto de Cataluña. Para más inri, Juan Carlos Campos es pareja de Meritxell Batet, otra persona con especial “sensibilidad” hacia la cuestión catalana. Tanto que en 2013 votó a favor hasta en 3 ocasiones la celebración de un referéndum de autodeterminación.

Por tanto, no es descabellado afirmar que la intención última de Sánchez es revestir de constitucionalidad un futuro referéndum de autodeterminación para Cataluña, hurtándonos a los demás españoles el derecho a decidir sobre lo que debe ser o no ser España. Algo que, por cierto, probablemente terminaría en la España confederal tan soñada por algunos y que supondría de facto la destrucción de la nación española.

En definitiva, el pasado 15 de diciembre la política española emprendió un camino de no retorno. Junto a las reformas aprobadas, vimos a un PSOE que asumió la dialéctica de Puigdemont, ERC o Bildu respecto al Poder Judicial y demás órganos del Estado. Algo que volvimos a ver este lunes 19 tras conocerse la decisión del Tribunal Constitucional. Por ello, frente a un gobierno de demolición no podemos tener una oposición de porcelana. Los grupos que no forman parte del bloque de investidura tienen la obligación moral de utilizar todos los mecanismos democráticos a su alcance para detener el golpe a cámara lenta que estamos viviendo. Mañana será tarde.