Esta vez yo me acercaba vacío a esta página en blanco. Suelo tener algunas notas sobre algún tema que me haya sugerido algo de lo que pasa (algo que escucho, algo que leo, algo que imagino). Pero hoy venía aquí sin nada en las manos. Y entonces me encontré con la muerte.
Ayer, de repente, murió Nuccio Ordine. Un infarto cerebral. Hace apenas unas semanas, cuando le concedieron el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, escribí un suelto sobre él para el periódico local. Lo hice a vuelatecla, con la urgencia que me habían pedido y con más prisa que precisión. A uña de caballo, releí algunos párrafos de La utilidad de lo inútil, hojeando (y ojeando) los márgenes del libro, a ver si, en su día, en ellos había anotado algo que me sirviera de arranque. No encontré nada. Pero, después de volver durante un rato al libro, hallé al menos un aroma y di con un título: La cultura porque sí. El conocimiento y el arte no tienen valor por su utilidad, sino que son un fin en sí mismos. Nos importan porque sí. Pragmatistas abstenerse.
La muerte repentina de Ordine es el colofón de esa idea. (Había escrito «colofón siniestro», pero he borrado el adjetivo, por dos motivos: porque cuantos menos adjetivos, mejor, para que suenen con fuerza los pocos que haya sobrevivido a la poda; y porque todo lo que he leído y escuchado del profesor italiano era alegre, nada funerario). En los libros es la anotación del final, la que indica el nombre del impresor, el lugar y fecha de la impresión o alguna otra circunstancia que dé cuenta de cómo se hizo el libro. Funciona como remate. Recuerda a los títulos de crédito de una película, en los que uno puede saber quién compuso la banda sonora, quién se encargó del vestuario o quien fue el asistente de cámara. Pudiera parecer que no, pero el colofón importa (los buenos lectores lo saben). Ilumina todo lo anterior y pone el punto final. Después de él, la contraportada o la pantalla en negro. Finis coronat opus.
Así ha sido lo de Ordine. No recogerá en Oviedo el Premio Princesa de Asturias. Nos quedaremos sin su discurso, que uno ya imaginaba como una defensa de los saberes gratuitos y desinteresados, de los que, «alejados de todo vínculo práctico y comercial» —son sus palabras—, nos ayudan a hacernos mejores. No será así. Dios tenía otros planes. Quizá para demostrar que lo de los premios y el escaparate público no es lo que importa. Al pensamiento le acompañan los silencios, y la escritura es una ocupación solitaria. El ruido mediático distrae. Un autor no busca el éxito. Escribe porque tiene la esperanza de que sus obras den fruto (si puede ser, imperecedero).
En el último tomo (y van veinticuatro) del Salón de pasos perdidos, Andrés Trapiello cuenta que alguien le instó a concluir la escritura de esos diarios. «No, no pienso cerrar nada, le dije (…) lo que le da sentido a la vida es que dure, y lo que le da sentido a unos libros sobre la vida es que se sigan escribiendo y que un día puedan leerse seguidos. ¿Van a tener sólo un lector en la biblioteca de una oscura universidad? Perfecto. Escribiré para él».
Algo parecido sucede con Ordine. Los focos ya se han pagado. Se acabaron las portadas y las entrevistas. ¿A partir de ahora perderá interés lo que nos ha dejado escrito? No lo creo. Pero ¿y si, dentro de un tiempo, esos libros te tuvieran a ti como único lector en la soledad de tu casa? Perfecto. Ordine escribió para ti.
Y yo, al final, he escrito para Ordine.