Uno de los carteles que decoraban los camiones que estos días se manifiestan por las carreteras de España contra los precios del combustible —entre otras cosas— decía de manera muy gráfica «somos la extrema derecha que os ha votado». Con esta contundente frase dirigida al PSOE y Podemos respondían sin duda a la suma de improperios y descalificaciones que estas dos organizaciones políticas han lanzado desde el minuto uno contra los transportistas en lucha. Más allá de la consabida estigmatización al grito de ¡qué vienen los fascistas! con que una izquierda sin ideas ni proyectos tapa sus vergüenzas desde hace ya demasiados años, en este caso los coros y danzas del gobierno, tanto en medios como en redes han traspasado todos los límites inimaginables para fuerzas políticas que se reclaman como el único y auténtico brazo político e institucional de los trabajadores y los sindicatos. ¡Cosas veredes, Sancho!
El problema —el suyo— es que hace años la hegemonía de la izquierda entre los trabajadores dejó de ser real. O al menos dejó de ser habitual. Todo ha cambiado mucho en estos últimos 30 o 40 años, gracias entre otras cosas al desmantelamiento de los sectores industriales y a la pérdida paulatina de derechos laborales. Cambios en los que la izquierda, de la mano de sus sindicatos de cabecera, ha sido responsable muchas veces y acompañantes las demás. La mayoría de los asalariados de este país han visto cómo, frente a una derecha fuertemente anclada desde mediados de los años 80 en los dogmas neoliberales del mercado sin control y la globalización sin medida, no existía una alternativa que defendiera la mejora real, palpable aquí y ahora, de sus condiciones de vida, sino una izquierda acomodada a las necesidades del IBEX 35 y al dictado de lo marcado en cada momento desde Bruselas.
Para la inmensa mayoría de la clase trabajadora, los ejes izquierda y derecha comenzaron a ser sustituidos de forma gradual y perdiendo la conexión directa entre ser obrero y votante de izquierdas. Ante el convencimiento de que la política ya no resolvía sus problemas fue virando la intención de voto de mucha gente hacia otras cuestiones, con una cada vez mayor importancia a las culturares. Y ahí ya la izquierda ha derrapado del todo, despreciando todo lo que no sea una forma de vida urbanita en general, pija y elitista en particular. A la ya habitual caricaturización de los sentimientos nacionales y religiosos, tan importantes para una gran parte del pueblo español, se ha sumado en los últimos tiempos la burla a cualquier forma de entender y disfrutar del ocio, la música, el cine, la literatura… que se salga de lo que dictan los cánones oficiosos de la progresía.
Por eso, cuando los gurús de la izquierda se asombran y escandalizan con que haya un malestar generalizado en la calle contra una élite progresista guiada por futuros consultores de grandes empresas y percibida al servicio de intereses ajenos al general demuestran que ven el mundo de forma más similar de lo que quieren reconocer a la derecha económica salida de ICADE que al camarero, la cajera o el transportista mal pagado de este país.
Con pisar cualquier polígono del extrarradio, tomar café en un bar de barrio —no en un Starbucks— o montar en el cercanías, uno descubre que cada día son más lo que se sienten cómodos con el lema voxista de «obrero y español», antes que con los de la izquierda patinete y sus brazos sindicales, que han sustituido sin pudor en sus solapas el punto rojo de la tradición obrera por el mismo pin de la Agenda 2030 que luce Ana Patricia Botín o el CEO de una multinacional.
Hay que estar muy cegados de soberbia para no ver que cada vez más obreros pierden el complejo de reconocer que la izquierda no les representa y que incluso los hay que han encontrado cobijo político entre quienes no saben si les defenderán mejor o serán menos permeables a los intereses de los poderosos que otros pero, al menos de momento, cuando ven que no dejan de perder calidad de vida o que las condiciones materiales y el futuro de sus hijos zozobran, les hablan de reindustrializar España y de soberanía económica, pero sobre todo, y eso pesa más que cualquier otra cosa, no les insultan ni a la cara ni a la inteligencia.