Hace hoy exactamente dos semanas os escribía desde Palas de Rey, Melide o algún otro pueblo del estilo. Del estilo lluvioso, frío y encantador, claro está. Lo sé, no porque goce de una prodigiosa memoria —quien me conoce sabe que, en fin, no sé qué iba a decir—, sino porque estos días he revisado cuáles eran mis últimos artículos en esta casa, que es la nuestra. No ha sido un ejercicio de cinismo o, lo que decía Gistau con contundencia, «de onfaloscopia». No. He releído con curiosidad mis textos por el mero temor a repetirme, por el pudoroso miedo de no hablar siempre de lo mismo. ¿Os he dicho ya que mi memoria etecé?

Julio Llorente escribió hace no tanto en algún sitio de postín que hay muy poca originalidad en esa constante batalla por ser originales. Algo parecido dijo Camba, cuando denunciaba con esa gracia sardónica suya que «una cosa es la despreocupación y otra la preocupación de ser muy despreocupados. Una cosa, en fin, es carecer de hábitos regulares y otra el considerar la irregularidad como un hábito que no debe quebrantarse nunca». Despreocupado yo, por tanto, por mi propia despreocupación, a raíz de esta relectura he caído en la cuenta de que mis últimos textos han ido publicados en la sección de religión de La Iberia. Y eso no puede por más que dejarme satisfecho.

Y como somos conservadores o tradicionales o reaccionarios o como queráis decirlo, pues he decidido doblar la apuesta. Así que espero que el bueno de O’Mullony siga su buen criterio de publicarme este titubeo en nuestra sección de religión. Así, no negaré que cuando hace unos días me puse a rumiar este texto que ahora lees, pensé en temas católicos. Hay monjas que dicen tonterías, obispos que defienden herejías y curas que pasan más tiempo frente a la televisión que frente al sagrario. Santos que patinaron, pecadores que acertaron, parroquias con monaguillas y movimientos desnortados.

Pero hay también, y a esto vengo yo, gente que acierta en el silencio de cada día, escándalos justificados, gozos sin premeditación y más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por mil justos que vienen convertidos de casa. Por eso, no voy a dedicar más de cinco líneas a defender a Hakuna. Yo no me los llevaría a una casa rural ni haría, qué sé yo, un scape room con ellos. Pero hay un viento de insidia, envidia y resentimiento contra Hakuna que hace más daño a la Iglesia que los cantos abrazados, casi ridículos, frente al baldaquino de San Pedro.

Por eso hoy, desde la sección de religión de La Iberia, te exhorto a que pienses dónde te ubicas. O somos hijo pródigo —yo, torpemente, procuro serlo— o somos hermano mayor. El hijo pródigo se deja abrazar con humildad y come, con la elegancia de una túnica nueva, un ternero cebado. El hermano mayor escucha alboroto, presiente alegría, sorprende la juerga y se queja de forma infantil, lloriquea como un crío. Olvidando, ay, que todo esto siempre ha sido suyo. Y quizás no lo ha sabido aprovechar.

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.