Estimado lector, le pongo en situación: me encontraba el jueves pasado, al salir del trabajo, sopesando qué Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 abordar, inmerso en el debate de si optar por lo de la educación pública de calidad o bien ir tocando lo de las sociedades abiertas. No terminaba de saber qué sería más acertado, si explicar el proceso de deconstrucción del discernimiento al que está expuesto la juventud o bien ir reflejando las ambiciones de crear sociedades abiertas, líquidas y sin identidad, dar pasos hacia la Aldea Global. Y, sin embargo, mi temática cambió tan drástica como empalagosamente cuando el ministro de Consumo de España soltó una de esas paridas que tan bien vienen para distraer al público. Sí, porque de repente se terminó la preocupación y debate concernientes a la electricidad y los problemas de abastecimiento para empezar la polémica del dulce. Y con el cambio de debate en la opinión pública, el espectador drásticamente tornó su atención hacia las nuevas medidas que dicho ministerio revelaba, orientadas a prohibir la publicidad para menores de azúcares y derivados.
La filantropía que las instituciones y agencias supranacionales acostumbran a mostrar nos conduce hacia la consecución de un bien supremo según sus ideales, según cómo ellos ven e interpretan la realidad antropológica y sociológica del momento. Más allá de eso, también se creen o se sienten responsables —o dueños— del común de los mortales, de manera que determinarán qué debemos seguir o abandonar. Y por esta razón, el ministro Alberto Garzón decidió que si algo debía preocupar a su (in)activo ministerio era la alimentación de los menores. Consecuentemente, determinó que no era propicio anunciar productos altos en azúcares debido a que esto pudiera afectar sus hábitos de consumo, y considerando cuan dañino es el dulce, lo mejor era prohibirlo ya que el menor es muy vulnerable a este tipo de publicidad. Claro está que los padres no tienen ni un mínimo poder de decisión sobre qué dar o dejar de ofrecerles a sus hijos, quienes ya no son de los padres sino del Estado, como bien dice el Gobierno de España al aseverar que «los hijos no pertenecen a los padres de ninguna manera».
A la hora de abordar esta noticia se pueden atacar dos ODS, ya que muchos de ellos tienen vasos comunicantes y se da la peculiaridad de que una política puede enmarcar más de uno. De esta manera, nos encontramos con el ODS 3, sobre salud y bienestar, y con el ODS 12 de producción y consumo responsables. Entre los problemas que inspiran la mesiánica intervención de los globalistas nos encontramos con una creciente preocupación por el sobrepeso y la obesidad en el mundo, lo cual muy loable por su parte. Sin embargo, aquí estamos siempre ante la misma denuncia que hacemos recurrentemente y no es otra que la reivindicación de la libertad individual. ¿No podemos acaso elegir qué comer o beber? ¿Tampoco podemos decidir sobre qué darles a nuestros hijos? ¿Para qué y por qué tanta prohibición?
Azúcar no, sexo sí
A fin de cuentas, éste no es más que otro ejemplo de la leviatanización del Estado, que a pasos agigantados pretende inmiscuirse incluso en cuándo poner una lavadora, en qué carne debemos (o no) consumir o en este último caso qué publicidad ver. Ciertamente, no habría motivo para escandalizarse más de la cuenta si no fuera, claro está, por las incongruencias antropológicas que marcan cada ODS de la Agenda 2030. No quiero unirme a las críticas derechoides que se han reproducido en el Tuiter, pero no puede negárseles la razón al ver cómo contrasta esta prohibición con anuncios de preservativos y geles sexuales, además de una sexualización agresiva de cierta publicidad en horario infantil, por no hablar de aquellas grandes compañías que no tienen ningún pudor en hacer guiños o promoción de la agenda LGTB en dichas horas. Y es que, si vamos a ponernos quisquillosos con los espacios publicitarios, seamos congruentes cuanto menos. Sin embargo, vemos cómo hay que aceptar un no al azúcar, pero al mismo tiempo admitir un sí al sexo para el público infantil. Dejad en paz a nuestros hijos. ¿No le resulta, querido lector, un escándalo la presión sexual que se está metiendo en la conciencia más pura e inocente que pueda existir, que es la infantil? Por favor, ciudadano, sea libre y apague las pantallas. Es lo mejor que puede hacer.
Poco a poco vemos cómo son las generaciones que están moldeando, esclavas de los mandatos del Mayo del 68 y su revolución sexual. Hoy vemos incluso cómo los más pequeños de nuestra sociedad salen a platós para decir que son transexuales. Es el delirio al que conduce la misma Agenda 2030, que aspira a cuidar la salud a la par que fomenta la hormonación en menores que puedan sufrir algún atisbo de disforia de género, invitándolos a conocer mundos desconocidos con la publicidad de preservativos y derivados.
Igualmente, resulta conveniente ver cómo se pretende la prohibición de la publicidad de esta producción de los azúcares como si fuesen el único alimento perjudicial al que se le da espacio publicitario. Sin embargo, ¿qué comentario por parte del ministerio merecen aquellas franquicias y compañías multinacionales que ofrecen comida basura, llena de aditivos y grasas igualmente nocivos? ¿A qué se debe ahora esta diferenciación en el trato? Nuevamente, falta de coherencia. Mención aparte merece cómo desde diferentes ministerios y grupos parlamentarios crece la presión para ir normalizando el dispendio en drogas.
Esta suerte de filantropía llega desde el Foro de Davos en forma de píldoras que van acotando la libertad de las familias y por último del hombre. Argumentando el consumo responsable se estima adecuado que ciertos productos no tienen cabida en el espacio publicitario, mientras que otros sí, quedándole en el subconsciente al espectador qué está bien y qué mal.
Un ataque indirecto a la autoridad familiar
El resultado de este intervencionismo estatal en la esfera doméstica es el de generaciones que cada vez más reniegan de la autoridad familiar para abandonarse a las modas que desde las pantallas les llega. Consecuentemente, la edad a partir de la cual se mantienen relaciones coitales es cada vez más temprana. Y junto a ella, los embarazos no deseados y la salida drástica que se le dan. Sin embargo, la publicidad dañina que no debe ver el menor es la de los azúcares al verse éstos «fuertemente influidos por la publicidad». Lo reitero: coherencia, aunque no se le pueden pedir peras al olmo, como dice la sabiduría popular española.
No es mi pretensión hacer un aquelarre de libertarios y junto a ellos clamar contra este Estado que no cree en la libertad individual. Sin embargo, es nuestro deber señalar esta deriva totalitaria de prohibiciones y promociones que la Agenda 2030 trae consigo. A raíz de éstas se va a señalar el bien y el mal, siempre bajo este compendio de creencias y políticas inclusivas y sostenibles que van pintando en la mente de los individuos los cánones del nuevo credo que trae consigo la Aldea Global. Y frente a esta deriva moralista que el Leviatán estatal y mercantil traen consigo solo podemos hacer frente reafirmando los pilares metafísicos que quieren derribar: Dios, la familia y la patria.