Dicen que una de las claves para ser feliz es aceptar que hay situaciones que no podemos cambiar por muchos esfuerzos que dediquemos a ello porque, simplemente, no dependen de nosotros: un ser querido que no deja de fumar, un padre que no se preocupa por su colesterol o la típica amiga que siempre vuelve con su exnovio que no te cae bien. Solemos creer que sabemos qué es lo mejor para ellos. En cambio, no debemos olvidar que existe algo llamado voluntad que hemos de respetar, pues se puede dar la mejor información y prestar buenísimos consejos, pero la última decisión siempre le corresponderá a la propia persona en cuestión.
Considero que la puesta en práctica de esta regla es un buen comienzo para mantener relaciones sanas con lo demás y que, aplicado a gran escala, se convierte en un rasgo propio de sociedades civilizadas. Se podría decir que estamos ante una de esas normas de conducta de las que hablaba Hayek en Derecho, legislación y libertad que, a pesar de no estar expresamente escritas, observan los individuos. Se desconoce su origen, se desconoce quién la ideó, pero ahí está, garantizando una suerte de convivencia pacífica entre los individuos, como una expresión más de aquello que ya no recuerdo cómo se llama. Era algo así como «libre» y «uno mismo» … ¡Ah sí, ya sé!: libertad individual.
Como decía, uno se puede preocupar por sus allegados y desear que éstos obren de una forma u otra, pero es inconcebible que esa preocupación sobrepase los límites convirtiéndose en coacción e imposición. Sin embargo, cuando se trata de la relación entre Estado e individuo, se ha normalizado que esta regla no opere, porque si las buenas intenciones proceden de las instituciones ya no existen barreras infranqueables que se deban respetar: o se hace o se hace. Lo que entre individuos sería impensable, entre el individuo y el Estado es perfectamente posible. Éste último, en nombre de fines que dice superiores a uno, tiene el poder de anular nuestra voluntad a su antojo y sin ninguna contrapartida.
Entonces, ¿qué ocurre cuando el que se preocupa por tu bien es el gobierno? ¿Qué sucederá cuando, por ejemplo, tras haber puesto a funcionar toda su maquinaria institucional para demostrarte las bondades de un tratamiento médico, decidas no utilizarlo? Pues que no te lo van a perdonar. Ni los que lo prescriben fervientemente ni los que no soportan la libertad del resto. Les has recordado dónde está su lugar, que es fuera de esa pequeñita esfera individual tan tuya y de nadie más, y por la que tanta sangre se derramó en el pasado para garantizar su reconocimiento. Por supuestísimo que no te lo iban a perdonar.
El Leviatán y sus voceros ya están desplegando toda su ira sobre aquellos que les desafiaron. La mejor prueba de ello es que pareciera que el peligro ya no es el virus, sino los no vacunados, esto es, personas sanas que decidieron no recibir un tratamiento médico. Tampoco van a tener piedad con quienes, durante este año y medio, siendo conscientes de la fragilidad de la existencia, no sucumbieron al catastrofismo y a la barra libre de restricciones y que, con una sonrisa, siguen prefiriendo el riesgo de la libertad antes que la seguridad disfrazada de dictadura sanitaria. No han tardado en llegar, pero en Europa ya se están dejando ver con la vuelta a los pasaportes de vacunación para acceder a determinados lugar, los cierres, los toques de queda y, la guinda del pastel: el confinamiento para los no vacunados en Austria, donde sólo podrán salir para hacer compras de primera necesidad, acudir al trabajo o al centro de estudios, ir a un oficio religioso o dar un paseo. Esto del criterio político-científico-sanitario es así de impredecible: quien dice un código QR, dice un brazalete con la Estrella de David. Lo mezclan todo y, claro, de repente necesitas consultar un calendario porque no sabes si estás en la Unión Europea del año 2021 o en la Alemania nacionalsocialista de 1940.
A estas alturas, ya ni me dan ganas de dar la matraca con aquello de que los poderes públicos únicamente deberían responsabilizarse por la gestión de los servicios sanitarios, pues para eso son su particular monopolio y principal baza para desangrar al contribuyente. Ni me apetece recordar que bajo ningún concepto es su competencia garantizar los cero contagios ni la fantasía de una existencia libre de la enfermedad. Sin embargo, tengo la sensación de que desde la irrupción del virus se han irrogado la imposible tarea de garantizarnos la vida eterna cuando, en realidad, lo que han descubierto es el potencial de las prohibiciones sanitarias como una oportunidad para ahorrar costes. Y si no que les pregunten a los iluminados que piden que el uso de la mascarilla se mantenga indefinidamente.
Son tiempos muy turbios para esto de la libertad individual. Ojalá fuese como Beetlejuice y apareciese al pronunciarla tres veces, pero por desgracia no es así. Estas dos palabrejas van camino de convertirse en un arcaísmo, pues llegará un momento en el que caerán en desuso, como esas prendas que van quedando tan atrás en el armario y que ya ni recuerdas que las tenías. Quizá la comparación no sea acertada porque la camiseta, coges y te la pones, pero la libertad ya no la recuperas. Y no lo digo yo, lo decía Robert Higgs —en lo que acuñó como efecto trinquete— al afirmar que el poder del Estado suele incrementarse en tiempos de crisis, pero cuando ésta pasa, el poder del Estado no retrocede al nivel inicial.
Mientras tanto yo seré una antivacunas. Y una conspiracionista. Y una terraplanista. Y una sabe Dios qué más. Y no, tampoco me lo van a perdonar.