Una de las señas de identidad de nuestros tiempos es la autosuficiencia. Viene desde algún tiempo atrás esta idea de la soberanía individual exacerbada y que hoy padecemos sus consecuencias. Frustración, soledad, inseguridades son algunas de estas consecuencias que se pueden observar alrededor. Estos últimos años
ha proliferado entre los jóvenes el mensaje de que uno ha de hacerse a su medida: somos nosotros solos frente al mundo. Basta con entrar en Instagram y observar cuántos vídeos hay de empresarios e
influencers que narran las bondades de esta idea, por ejemplo. Aseguran que los talentos personales son suficientes para lograr aquello que nos hemos propuesto y, que si hemos de asociarnos, sea con alguien que nos interese ya que la suma de egoísmos logrará que avancemos. Es fantástico conquistar las metas y disfrutar de ellas, pero de qué sirve alcanzarlos si a nuestro lado no hay quién se regocije con nosotros. Las alegrías y las penas valen más cuando reímos y lloramos sobre el hombro de alguien que nos quiere.
Es curioso que en la época en la que más estamos expuestos a los demás sea la época a su vez donde más solos nos sentimos y nos hallemos más desesperanzados que nunca. Cada vez nos cuesta más estar pendientes de nuestro alrededor y saber disfrutar, tanto acompañados como en solitario.
Cuando va todo relativamente bien, apenas nos percatamos de ello y continuamos con los quehaceres cotidianos sin darle importancia por vivir anestesiados por el ajetreo diario, y es lógico que así sea. Sin embargo, los problemas y circunstancias negativas —que aparecen tarde o temprano— tambalean el ritmo que acostumbramos a llevar, y somos conscientes de nuestras limitaciones. La realidad nos enseña nuestros defectos y sentimos el vértigo ante el abismo que se abre entre nosotros y lo que deseamos ser. Anhelamos una perfección que, realmente, no es de este mundo, pero luchamos a capa y espada por hacerla realidad. Armados con un endeble orgullo propio, enfrentamos inseguridades y defectos propios para tratar de ser alguien que, a lo mejor, no somos.
Luchamos hasta la extenuación y caemos rendidos por no obtenerlo, y está bien pelear por pulir nuestras imperfecciones porque es signo de que nos duelen. Son necesarios todas los sinsabores y derrotas que padecemos porque forjan el carácter, pero eso no significa que debamos enfrentarlos solos. Las frustraciones nacen como consecuencia de no saber aceptar la derrota, por dejarnos embaucar por la soberbia que enfanga nuestra vista y nos empuja al barro. Ante el panorama desolador experimentado por no alcanzar lo que deseamos,
el mundo nos ofrece remedios para ahogar todo lo que sentimos y que, si bien en un primer momento parece que sacia, destruyen nuestro interior y nos aíslan porque no colma con el deseo de eternidad que llevamos dentro.
No obstante, pese a que estemos abatidos, no estamos derrotados; aunque nos sintamos solos ante los vicios que nos rodean, no estamos abandonados. No podemos consentir que el dolor que sintamos al ver cómo del mal está el mundo se transforme en un hastío y en una indiferencia que nos asfixie. Frente al mundo en ruinas que muestran constantemente para mantenernos en la miseria, hemos de hondear la bandera de la amistad. Una amistad cocida a fuego lenta, capaz de resistir cualquier embiste. Una amistad construida con cuidado y esmero, como se hacen las grandes obras. Lo rápido no dura.
Sabemos que
somos miserables, que nuestras heridas limitan nuestras aspiraciones y deseos, y cansa saberse así, pudiendo aparecer la tentación de no continuar perseverando. Cuando parece que todo está perdido, la amistad nos salva de nosotros mismos y se nos muestra como un espejo donde nos reflejamos y nos hace ver cómo somos. Que si nuestras miserias nos dañan, también nos hacen ser quiénes somos y, además, nos recuerdan nuestras virtudes y aquello que podemos potenciar. Nos alientan a continuar, nos inspiran y nos estimulan cuando flaqueamos y, sabedores de nuestra debilidad, hallamos así nuestra fortaleza.
En un mundo tan ocupado y ajetreado, inmerso en sí mismo y sólo pendiente del
yo, los amigos están diluidos en una concepción que nos hace verlos como meros acompañantes o testigos de nuestra vida. No se puede negar que somos seres sociales y que requiramos de los demás en nuestra vida porque podemos contribuir a la felicidad de los demás, que nuestras acciones tienen valor. Concebir la amistad como misión o recordar el papel que jugamos en la vida de los demás son tareas que hemos olvidado. Implicarnos con sus problemas en la medida que sea posible, escuchar, comprender, acompañar o acoger son elementos propios de la verdadera amistad. El mundo de hoy precisa una restauración de aquello que se ha extraviado:
lo bello, lo bueno y lo verdadero. Todos estamos llamados a esta gran aventura y debemos acudir a luchar allá donde nos desempeñemos, sin olvidar que toda gran historia está siempre acompañada de leales amigos.