Escucho a Josep Pla en la entrevista que le hizo Soler Serrano en 1976. Me sorprende, sobre todo, la naturalidad del escritor, su sencillez aldeana, su claridad absoluta. En un momento dado, el entrevistador dice que el estilo del entrevistado consiste en poner detrás de cada sustantivo el adjetivo más preciso. Pla asiente, y explica que precisamente por eso fuma, «para buscar adjetivos». Aunque se ve que la respuesta no satisface del todo al autor, que, con humildad, reconoce a continuación que «raras veces se encuentra el adjetivo; pero, si se encuentra el adjetivo, uno se puede ir a comer a casa una sopa o una tortilla, y no envidiar nunca nada a nadie». Es una explicación diáfana para ese reto complejo de llamar pan al pan y vino al vino. La confusión suele comparecer, y entonces el oyente recibe engrudo y vinagre.
En esto de las confusiones verbales, los niños nos ofrecen señales luminosas cuando empiezan a vérselas con el lenguaje. Uno de mis hijos tenía claro que el antónimo de «fácil» era «difácil», como si el prefijo «di» fuera una piedra que, puesta delante del oyente, entorpeciera la comprensión. La inteligencia despierta de un niño ya intuye que las palabras largas pueden no ser más que una cortina de humo para ocultar la realidad.
Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando un político afirma que la situación económica se caracteriza por el «crecimiento negativo». La palabra «ruina» es más clara y más corta, pero se entiende demasiado bien. También se entienden muy bien «aborto» e «infanticidio», que son más cortas y precisas que «interrupción voluntaria del embarazo» y «aborto postnatal». Escribo esto el día del padre, y me dicen —pero no acabo de creérmelo— que alguna de nuestras mentes preclaras y multiofendidas ha propuesto que hoy celebremos «el día de la persona especial». Qué difácil.
A mí me parece que haríamos muy bien en llamar a las cosas por su nombre. La conversación pública sería más hacedera. Sin enredos verbales, los argumentos podrían desplegarse del todo y así dejarían a la vista sus flancos más vulnerables, por los que la refutación, que a todos beneficia, podría adentrarse. Pero no: seguimos con los «eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa», y así no hay manera de saber «lo que pasa en la calle». Tanta perífrasis entorpece. No es ya que nos falte el adjetivo preciso (y que por eso no merezcamos la sopa o la tortilla que Pla proponía como premio a sus hallazgos léxicos): lo que nos falta es el nombre, que ocultamos de forma aviesa.
A mí me parece que debemos renovar el esfuerzo por obtener el nombre exacto de las cosas, como en el conocido poema de Juan Ramón Jiménez. «Que mi palabra sea / la cosa misma, / creada por mi alma nuevamente. / Que por mí vayan todos / los que no las conocen, a las cosas; / que por mí vayan todos / los que ya las olvidan, a las cosas; / que por mí vayan todos / los mismos que las aman, a las cosas…».
A mí me parece, en fin, que deberíamos asumir otro mandamiento nuevo: «no hablarás en difácil». Y así todos —los ignorantes, los desmemoriados y tantísimos happy few—, volveríamos poco a poco a las cosas mismas, a la bendita realidad.