Newman, doctor de la Iglesia (I): el valor sagrado de la conciencia

Un título muy exclusivo, otorgado tan sólo seis años después de su canonización, que amerita santidad y sabiduría

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Una de las grandes virtudes de los santos consiste en escandalizar la propia incoherencia a diestro y siniestro, fuera y dentro de la Iglesia. En este sentido, John Henry Newman no supone una excepción. Primero fue acribillado en el ámbito anglicano: su Apologia pro vita sua nació como respuesta a la acusación pública de deshonestidad de Charles Kingsley; más tarde, ya acogido en el seno de la Iglesia católica, hubo de soportar las suspicacias que sembró el cardenal Manning, ardiente adalid de la facción ultramontana más radical.

Cierto es que en su nombramiento como doctor, un título muy exclusivo, otorgado tan sólo seis años después de su canonización, que amerita santidad y sabiduría, cuya enseñanza sigue siendo actualmente relevante para la fe universal, confluye una extraordinaria amplitud de influencias doctrinales. Pero tanto su pensamiento como su vida giran en torno a un mismo eje: la fidelidad inquebrantable a la propia conciencia.

De todos es conocida la frase recogida en la Carta al duque de Norfolk: «Brindaré por el Papa, si así lo desea; pero ante todo por la conciencia, y sólo en segundo lugar por el Papa». Esta sentencia, tan proclive a una interpretación errónea, ha de leerse en su contexto. Newman no erigía la conciencia contra la autoridad —menos aún contra la autoridad del Papa—, sino que defendía su carácter sagrado frente a toda forma de servilismo espiritual. La conciencia, en su sentido más alto, no es una invención subjetiva, ni una preferencia sentimental; es, como él mismo evoca con una imagen preciosa en esta misma carta, «el vicario aborigen de Cristo», la voz interior que nos recuerda la existencia de una Ley superior, anterior y ajena a nuestros gustos o intereses. En ella resuena el eco de la verdad divina.

Lo que Newman denuncia es la confusión moderna —ya muy visible en su tiempo, hoy abiertamente triunfante— entre conciencia y opinión. En el fondo, su batalla es la batalla abanderada por Benedicto XVI contra el relativismo moral, que convierte la verdad en cuestión de conveniencia y la libertad en pura autoafirmación. Para él, la libertad auténtica no consiste en hacer lo que uno quiera, sino en poder obedecer la verdad reconocida. «La conciencia tiene derechos —escribe— porque tiene deberes». De ahí la radical exigencia de formarla: no se trata de seguirla a ciegas, sino de educarla para que escuche con claridad la voz de Dios.

En la Gramática del asentimiento, Newman explica que el acto de creer no depende de una suma de pruebas externas, sino de una certeza moral que se asienta en toda la persona. La fe, sostiene, no es una deducción matemática, sino la respuesta de un corazón que busca sinceramente la verdad. Y la conciencia es el testigo interior de esa verdad, no su creador. Por eso la conciencia no puede ser arbitraria, porque su autoridad no proviene del yo, sino de Aquel que la habita.

Dicha visión tiene un profundo alcance pastoral. En tiempos de tantísimo ruido y superficialidad, mantener una conciencia formada y libre se ha convertido en una tarea heroica. Las presiones culturales y políticas, la opinión pública, los eslóganes y la emotividad colectiva pretenden suplantar el juicio moral personal. Pero la voz de la conciencia conserva todavía una obstinada independencia, aunque al mismo tiempo exige, hoy día, una extraordinaria disciplina, porque «es el más alto de los maestros y, sin embargo, el menos luminoso».

Por todas estas razones, la doctrina de Newman sobre la conciencia resulta hoy tan actual y urgente. En una época que confunde la autonomía con el aislamiento, nos recuerda que obedecer a la conciencia no es encerrarse en uno mismo, sino abrirse a Dios, que nos llama desde dentro. En ella se reconcilian fe y razón, libertad y verdad. Y quien se atreve a escucharla hasta el final descubre que esa voz —a veces incómoda, siempre fiel— no le pertenece, sino que es, en palabras del propio Newman, «un mensajero de Aquel que, tanto en el orden natural como en el de la gracia, nos habla tras un velo, y nos enseña y gobierna por medio de sus representantes».

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