Nacemos para no morir nunca

En la última semana mi padre ha llorado. Hace unos días supo que un íntimo amigo de la familia se enfrentaba a sus momentos finales. Rompió a llorar en mitad de la calle, teniendo que ser consolado por la propia mujer del enfermo. «Hay metástasis, haría falta un milagro», me dijo por teléfono. Y yo sólo pude recordar estar revisando hace un mes los álbumes de fotos de la juventud de mis padres en los que aparecían ambas parejas en fiestas o en viajes. No era tan diferente a echar un vistazo al Instagram de mis amigos o al mío donde se refleja nuestro anhelo de bebernos la vida a tragos. Pero tanto para ellos como nosotros, eso no es una posibilidad infinita aquí. Y mi padre ha sido consciente de ello.

En la última semana yo he llorado. El pasado viernes varias personas queridas recibían el sacramento de la confirmación, pero un amigo se ganaba la atención de todos: después de tiempo de preparación recibía el bautismo, la comunión y la confirmación siendo ya adulto. Describir con palabras humanas la celebración no sería justo. Todos los amigos nos amontonábamos en las escaleras de la Almudena en una curiosa melé para abrirnos paso hasta recibir sus «abrazos de Espíritu Santo», como él después lo describió. Aquélla era la imagen que queríamos repetir: ir al cielo en equipo. Él, que tanto tiempo había sido reflejo del amor divino en nuestras vidas, por fin se unía a esa posibilidad infinita. Y yo había sido consciente de ello.

No puedo evitar pensar que ambas lágrimas surgen de una misma fuente, de esa herida por la que sangramos y respiramos cuando nos grita en rebelión que esto no es suficiente. No me resulta osado afirmar que tanto mi padre como yo conocemos bien el sufrimiento. Tanto la huida como el abrazo me han hablado de lo bien que estamos hechos. Es en esa tensión donde la esperanza de un misterio me ha mirado a los ojos para poder palabras a aquel latido: ¿esto va a ser para siempre? Mi padre y yo diferimos radicalmente en la respuesta, pero a la siguiente no le importa nada aquello: ¿entonces para qué fui hecho? Y entre posibilidades finitas de anhelo, sólo la sed de mis lágrimas encuentra paz en aquel leitmotiv de Chiara Corbella: nacemos para no morir nunca.