Sé que no tengo autoridad ninguna para escribirles lo que a mi juicio son escenas inolvidables en la historia del cine, pero aún así lo voy a hacer. Y es que supongo que para hablar de lo que a uno le gusta y le apasiona no se necesita justificación ni excusa, sencillamente ponerse a ello y que la poca gente que le quiere le escuche y le lea con algo de cariño e indulgencia. Es por eso por lo que he decidido comenzar esta serie de artículos, de número indefinido, bajo el presuntuoso título de Momentos estelares… La verdad es que el título es un poco por pedantería y un poco por mitomanía. Me aprovecho de esos Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig, que son bien conocidos por todos y que, al contrario de los que yo les iré proponiendo aquí, sí que merecen la pena ser leídos.

En cualquier caso, al grano, y la primera de esas escenas que me emocionan una y otra vez son los últimos diez minutos, aproximadamente, de Manhattan, de Woody Allen. Esos que comienzan con un primer plano de la grabadora Sony, creo, recording y que Gordon Willis, uno de los mejores directores de fotografía de la historia, hizo que visualmente fuesen una auténtica obra maestra, un manual sobre cómo se ha de rodar una escena. Esos diez minutos en blanco y negro comienzan, ya les digo, con el director/actor/guionista/clarinetista/genio neoyorquino tumbado en el sofá de su apartamento dictando al dictáfono, valga la redundancia, ideas para su libro, un poco como se iniciaba la película setenta y no sé cuántos minutos antes. «¿Por qué vale la pena vivir? Ésa es una buena pregunta. Bueno, hay ciertas cosas que creo que hacen que valga la pena. ¿Como cuáles?» Y entonces sucede un buen listado de razones que tener en cuenta para, en opinión de Allen, seguir en este mundo. Razones que, en su mayoría, comparto. Otras no las he probado, aunque me gustaría ir alguna vez al Sam Wo’, si es que sigue abierto. Y, especialmente, esa última, «el rostro de Tracy» me sobrecoge.

Pensar en «el rostro de Tracy» hace que Isaac Davis, quiero decir, Woody Allen entre en un estado de ensoñación en el que todos de alguna manera, hemos entrado alguna que otra vez —algunos con bastante frecuencia. Él, que había roto con una jovencísima Tracy, Mariel Hemingway, vamos, a causa de un flechazo fugaz por Mary Wilkie, es decir Diane Keaton —quién no haya sufrido un flechazo por Diane que tire la primera piedra—, se da cuenta de que aquella chica que no tenía aún los dieciocho fue la única que le quiso bien, que comprendía su particular forma de ser y a la que le gustaba sinceramente, de corazón. Porque eso del querer bien es algo realmente extraordinario, en todas sus acepciones, y terminas por darte cuenta de que bien, bien, sólo te van a querer un par de personas, con mucha suerte. Y ese estado de ensoñación se mantiene cuando se levanta para buscar aquella armónica que le regaló por su cuadragésimo algo cumpleaños. Una armónica a la que no le había dado importancia, que había desterrado a un cajón de la cómoda y que ahora representaba el amor de la chica de su vida condensado en un objeto tan pequeño —y molesto cuando se aprende a tocarla. Sale corriendo a por ella, que se va a Londres en unas horas, a ver si la recupera.

Y esos diez minutos de Manhattan terminan con Woody Allen encontrando a Mariel Hemingway, con Isaac encontrando a Tracy en el vestíbulo del edificio, a punto de tomar el taxi para el aeropuerto. Es entonces cuando esos últimos dos o tres minutos de diez se hacen la vida misma. «Hola». «Hola». «¿Qué haces aquí?». Y todos, creo, deseamos que Tracy no se vaya a Londres, que sabemos que los seis meses que va a pasarse allí van a cambiarlo todo, que la vida da muchas vueltas y que Woody Allen, aunque no la merezca, ojalá se quede con ella. «¿Qué son seis meses si nos seguimos queriendo? Seis meses no es tanto y no todo el mundo se corrompe. Has de tener un poco de fe en las personas», le dice ella. Y es ese rostro, el de Tracy, el que, quizá, devuelve la fe en la vida, la confianza en el mundo, a Woody Allen. Y si se la devuelve al descreído Woody Allen, ¿cómo no te la va a devolver a ti?

Los últimos diez minutos de Manhattan estarían en ese listado verbal que un servidor haría si tuviese que retahilar sus ciertas cosas que hacen que valga la pena vivir, sin ninguna duda. Y es que qué razón tiene Woody Allen, y qué bien nos lo expresa, cuando se da cuenta de que la cosa por la que más merece la pena vivir es la cara de la persona que más quieres, especialmente cuando sonríe por tu culpa. Para salir corriendo a buscarla. Yo, gracias a Dios, me doy cuenta cada día, de momento, con cada videollamada. Eso es así.