Recuerdo la primera vez que escuché a Diego Garrocho. Fue durante una sesión del programa Young Civic Leaders de la Fundación Tatiana en el madrileño paseo del general Martínez Campos. Si no me equivoco fue un encuentro que gustó a la inmensa mayoría de asistentes: prueba de ello es que muchas cabezas miraban al ponente y pocas hacia la pantalla del móvil. La clave estuvo tanto en el contenido de su ponencia como en el modo de transmisión: nos hablaba de la importancia de la valentía para comprender la figura de Héctor, el personaje de La Ilíada de Homero. Y esto lo hacía con un entusiasmo y oratoria excelentes, captando nuestra atención —la mía al menos—, durante toda su exposición.
El profesor Garrocho ha publicado, recientemente, un opúsculo de poco más de 100 páginas que también ha llamado mi atención desde el momento que leí su subtítulo: Una defensa de la valentía política. Ahora bien, reconozco que, probablemente, la mayoría de los lectores persuadidos por su lectura fue gracias a su título: Moderaditos. De una manera sutil, aterrizando en los acontecimientos que nos rodean en la actualidad y repleta de citas de autores clásicos, Garrocho hace un sano ejercicio de introspectiva en torno a la cuestión de la falta de moderación y templanza en el espacio público hoy en día, especialmente en el ámbito de la polis.

A nadie le sorprenderá que la polarización está a flor de piel de (casi) todos. Gritos entre tertulianos televisivos, improperios en la calle contra candidatos políticos, insultos en redes sociales, alimentación de la animadversión total contra el adversario en los mítines… Tan es así que este fenómeno se ha convertido en la gallina de los huevos de oro de los medios de comunicación. El contexto actual es propicio para la reflexión que hace Garrocho. Su propuesta se basa en figuras clave de la tradición del pensamiento occidental. Platón, Aristóteles o Santo Tomás de Aquino son algunos de los personajes de renombre en los que se apoya para defender su tesis: recuperar la medida en el uso de la palabra, ser consciente del matiz para evitar declaraciones de brocha gorda, apostar por la buena educación al expresar uno su opinión y escuchar con respeto los puntos de vista del contrario, dejando espacio a la posibilidad de cambiar de perspectiva.
Algo así ahora lo vemos como una utopía. El autor considera que sólo recuperando la práctica de las virtudes de la prudencia, la cortesía y el comedimiento podremos alejarnos de la tolerada coexistencia con el otro a la sana convivencia con mi vecino. Lanza una advertencia: «La radicalidad en las maneras, e, insisto, nunca en los principios, suele ser una muestra de debilidad». De hecho, Garrocho reconoce igualmente necesario compartir por todos una ley universal en aras de conseguir esta tarea titánica de que la templanza en las formas reine en la plaza pública: la verdad existe y, por lo tanto, uno debe estar dispuesto a cambiar de ideas si le corrigen (y de buenas maneras) con fundamentos basados en ella.
En Moderaditos, Garrocho arremete en no pocas ocasiones contra los «consensos obligatorios»: «Apelo al disenso porque creo que, en gran medida, el afán por construir consensos también ha resultado abusivo». Pone de ejemplo el manido patriotismo constitucional: «España, pongamos por caso, no es su Constitución».
Además, a lo largo de su texto no sólo señala a los partidos políticos como incitadores del desencuentro entre los españoles: aquí también han jugado un rol clave los periódicos y mass media, a los que dedica numerosas frases para el mármol. De ellos pide vivir la esencia del periodismo, ni más ni menos: contar la realidad de los hechos, alejados de narrativas interesadas; proteger su verdadera independencia editorial y ganarse su papel como vehículos de la conversación pública libre, sosegada y bien argumentada en una comunidad política.
Diego Garrocho, doctor en filosofía y profesor universitario, ha escrito un texto fácil de leer para cualquiera en el que se nota su vocación docente. Su sugerencia de Moderaditos es tan sencilla como sorprendente: para ser valiente, modérese, por favor. Su conclusión es, no obstante, algo agridulce: «La defensa de la amistad civil, de la armónica discordia y de la prudencia política son en nuestros días objetivos de improbable éxito». Hace falta que nos obliguemos cada uno a practicar estos «hábitos del corazón», recordando a Tocqueville, antes de demandarlos en los demás. Quizá sólo así, colocando a los «radicalitos», como les llama cómicamente Garrocho, frente al espejo de sus incivilizadas formas se conseguirá que sientan vergüenza poco a poco de ellos mismos.


