Ministros de la tierra

En gran medida, lo poco que escribo se nutre de conversaciones. La de hace unos días con mi amigo D., por ejemplo. Como los dos nos acercamos al quinto peldaño, ya hemos visto «atacar naves en llamas más allá de Orión», y hasta «rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser», y quizá por eso, como replicantes posmodernos, charlamos sobre lo divino y lo humano, para evitar así que todos esos momentos se pierdan en el tiempo «como lágrimas en la lluvia». Y hasta aquí Blade Runner. Porque de lo que nosotros hablábamos era de eso que antes se llama «crisis de los cuarenta» y que, cuando uno se mueve por esa edad —o por la siguiente decena—, desata consecuencias impensadas que acaban en el ridículo.

Llegada la mediana edad (maravilloso eufemismo), el hombre y la mujer echan la vista atrás, repasan su vida y hacen balance. Ponderan su vida. Podrían hacerlo acudiendo a san Agustín (Pondus meum, amor meus: mi amor es mi peso), tomándole el pulso a esos cuatro amores que describe Lewis (afecto, amistad, eros y caridad). Pero no. En esos momentos la atención se descentra por completo, tiende a prescindirse, con dolorosa injusticia, de todo lo que no sea uno mismo y la pregunta viene a ser esta: ¿me estoy realizando en la vida?

En esto de «realizarse» está el engaño. La preguntita encierra una trampa saducea. Cualquier respuesta será errónea. En primer lugar, porque nadie se realiza a sí mismo; y, en segundo lugar, porque, en este mundo finito, nada ni nadie nos realiza del todo. Llegan entonces los lamentos y los cambios de rumbo. El que está casado anhela la soltería; el soltero encuentra solitaria su vida. La doctora se da cuenta de que, ay, hubiera sido una periodista notable; la periodista sabe, en cambio, que sus artículos y columnas no curarán a nadie. El empresario cree descubrir que su vida estaba destinada a la función pública; y el funcionario de carrera sueña con los desvelos del comerciante, con la aventura perpetua de los ingresos futuros y los gastos presentes. Todos comprueban, en fin, que el prado del vecino es más verde.

Mi amigo resumió el asunto de esta guisa: «Como dice mi madre, todos íbamos a ser Ministros del Aire».

Le celebré la idea. Cuánta sabiduría. La memoria nos presenta más magnánimos de lo que fuimos. Es uno de sus juegos preferidos, del que no conviene sacar conclusiones precipitadas. Juzgamos nuestros logros de ahora a la luz de unas expectativas nuevas y excelsas, por comparación con unos proyectos que en su día no alumbramos. La verdad cruda es que jamás pretendimos ser Ministros del Aire. Nunca aprendimos a pilotar un Eurofighter Typhoon. Nuestros altos vuelos fueron diferentes. Nuestro cielo estaba al ras, era real y no tenía mayúsculas. Miramos hacia arriba, pero con los pies en el suelo. Queríamos ser ministros de la tierra, plantarnos aquí y esperar calmadamente la llegada del fruto.