El año pasado me compré una moto. Me dio algún problemilla y la vendí. Ahora, cuando pierdo tiempo con el móvil y ya no me quedan mensajes que responder ni tuits que leer, entro en Wallapop para ojear Vespas de ocasión. Cualquiera mira motos, coches o mansiones de lujo. La pregunta es: ¿me compensa comprarme una moto?

El motivo principal para comprar una moto es la eficiencia. Llegar a cualquier sitio de Madrid en veinte minutos. Veinticinco como mucho. Llegas más rápido y aparcas donde quieras. Sin olvidar el toque estético. Como de película italiana en blanco y negro. Señalas el casco y haces esa pregunta de dos palabras que tantos matrimonios ha generado: «¿Te llevo?». En resumen: ir en moto es cómodo, rápido y puede que incluso sexy.

En contra de comprarse una moto también hay argumentos. El primero es el precio. Igual alguien me dice que a la larga la gasolina sale más barata que el abono mensual. Será si eres un adulto sin descuentos. Yo he dejado de ser joven este curso para la Comunidad de Madrid y hace dos años que perdí el descuento de familia numerosa. Pero mi hermano sigue siendo joven y con familia numerosa (cuatro euros al mes) y no vive en Madrid. O sea que puedo utilizar su abono y soñar con que estoy estafando al Estado (la banca siempre gana).

Es más barato. Pero no puede ser lo fundamental. Somos cutres pero con narrativa. Otra ventaja del metro es que puedes leer un libro cada dos semanas y completar el trayecto con cinco misterios, letanías y quizás incluso 10 minutos con Jesús.

Barato, culto, piadoso… y vitalista. Este es mi argumento preferido. Si quiero escribir algo interesante necesitaré historias que contar. En el metro palpita la vida. Una señora de Hispanoamérica que habla por videollamada con su marido, un grupo de adolescentes que despotrica con entusiasmo de su profesor de Física, dos enamorados que se aprietan entre la muchedumbre, un indigente que da un discurso para ver si consigue unos euros para cenar… Como decía el anuncio, la vida se mueve en metro.

La semana pasada vi a una chica con Síndrome de Down bailando la música que sonaba en sus cascos. Tendría unos quince años, se movía con entusiasmo y señalaba de vez en cuando a un chaval joven sentado justo enfrente de ella. Al cabo de dos paradas empezó a hacer el símbolo del corazón con las manos. El chaval, que tendría diecinueve años, no se atrevía a levantar la mirada del móvil. La chica se bajó en la siguiente parada y el chico sonrió sin decir nada. Si llego a ir en moto me pierdo esa y tantas otras escenas entrañables. Y de propina me llevo un bocinazo y algún susto.

Dicen que Rafael Azcona, guionista y novelista, siguió desplazándose en autobús, atento al lenguaje cotidiano para enriquecer su ficción. Yo voy en metro porque no tengo mucho más remedio. Pero que sea tu única opción no significa que no lo puedas elegir.