La comida moruna está deliciosa. Sus especias, salsas y sazones me deleitan porque del pollo sacan un manjar, qué decir de las verduras aliñadas o de ese queso fuerte de animales insospechados. Los árabes saben cocinar y digo yo que tantos años de periplo por el desierto les ha llevado a asimilar lo mejor de cada lugar. Los tipos guisan rico y han aprendido que cuatro ingredientes bastan para realzar el sabor de las cosas. Los monjes rusos hicieron algo parecido con la patata y por eso nos gusta tanto el vodka. Es el valor de lo pequeño.
La capacidad culinaria del islam, sin embargo, me resulta escandalosa por un motivo: el Ramadán. Todavía no he terminado de entender la gracia de esas semanas de angustia diurna para terminar saqueando la despensa cuando parece desaparecer el sol del ocaso. Mis amigos musulmanes piensan que esta mortificación les acerca al Creador y lo más cerca que he estado yo de Allah ha sido comiendo kibbeh, que es una croqueta elaborada con tomate y carne de oveja. Algunos parapetan mi incomprensión recriminando el hambre que pasamos los católicos el miércoles de ceniza, pero en fin, uno puede santificarse sin comer torrijas, que no dejan de ser pan mojao.
Con San Agustín yo defiendo que en lo dudoso, libertad y por eso me parece genial que cada cual ayune cuando estime oportuno. Algo parecido pronunció Mariano Rajoy en la tribuna del Congreso de los Diputados: el expresidente le espetó a Pablo Iglesias que le parecía genial que él fuera siempre con él puño en alto, siempre que no fuese obligatorio para todos los demás. Las risas del hemiciclo hoy son rechinar de dientes en Ceuta. Y lo digo con conocimiento de causa.
Andando por la bíblica Trípoli, que es una de las ciudades más pobres del Oriente Medio, acaso el núcleo urbano más islamizado del Líbano, me entró el hambre y no pude más que esperar hasta la hora de la merienda. Estábamos de Ramadán y en toda la ciudad, llena de zocos y bazares, nadie quería darnos de comer. Que ellos aguanten el hambre me parece estupendo siempre que nos dejen almorzar a los demás. Es como el puño de Pablo Iglesias. Al final conseguimos de extranjis una pequeña tarteleta de verduras, pasado el mediodía, y nuestro peregrinar gastronómico terminó horas despues en la trastienda de una lonja. Serían las siete de la tarde, el sol comenzaba a ponerse, cuando logramos comer de tapadillo un pescado riquísimo.
Mi hambre en Trípoli es una anécdota puesto que no pienso volver en Ramadán a esa bella ciudad, pero hay anécdotas que se hacen costumbre por imposición, y a eso vamos en España. Que los musulmanes cierren su boca unas semanas al año no debería preocuparnos, pero sí es escandaloso que Melilla y su gobierno del PP hayan arrebatado la festividad de San José para dársela al Ramadán, como si un banquete nocturno pudiese sustituir el banquete del Esposo. Es una vergüenza que aquellos que dicen defender nuestras tradiciones se asocien con aquellos que pretenden destruirlas. Si en lo dudoso debe reinar la libertad, en lo esencial San Agustín dio con la clave: unidad.