Mercedes Formica fue una mujer adelantada a su tiempo, valiente, lúcida y tenaz. Nacida en 1916 en una España anclada en los dogmas de un patriarcado atávico, alzó la voz donde otras habían sido silenciadas. Jurista, escritora y feminista —de verdad—, su nombre debería figurar en letras de oro en los manuales de historia. Y sin embargo, la memoria colectiva y más explícitamente esa que llaman «democrática» ha sido ingrata con ella, ya que desde dentro del régimen franquista y sin renegar de su condición de falangista de primera hora, luchó por los derechos de las mujeres con una valentía que la historia oficial ha preferido ignorar.
Desde muy joven, Mercedes se sintió dolida por la injusticia. En su infancia fue testigo del sufrimiento de su madre durante un proceso de separación, lo que sembró en ella una conciencia crítica y una firme voluntad de cambiar las leyes que condenaban a las mujeres a la sumisión. Se licenció en Derecho en un mundo de hombres y comenzó una incansable labor de denuncia de las estructuras legales que desprotegían a la mujer. Desde su fidelidad a los principios joseantonianos, que prometían justicia social, regeneración y un nuevo papel para la mujer, denunció la violencia legal que el Estado ejercía contra las mujeres.
Su voz logró un gran alcance en 1953 gracias a un artículo demoledor en ABC sobre el caso de una mujer maltratada y abandonada por su esposo. Aquellas líneas, bajo el título El domicilio conyugal, fueron el principio de una revolución silenciosa. Gracias a su tenacidad, logró la reforma del Código Civil en 1958 que eliminó la figura del pater familia como dueño del hogar. Una victoria sin precedentes en la historia del derecho español.
Pero su osadía ha tenido un alto precio. En un país que castiga a las mujeres verdaderamente libres y pensantes, su figura ha sido ninguneada, difamada y silenciada. Su vinculación con el falangismo fue la excusa que sirvió para desdibujar su lucha. La incomprensión y el olvido sepultaron su legado bajo el polvo del desinterés, cuando no del desprecio, como el que llevó a los iletrados de Podemos —muchos de ellos hijos y nietos de las élites de la dictadura— a retirar con deshonor su busto de las calles de Cádiz.
Hoy, más que nunca, urge rescatar su memoria, porque no fue sólo una jurista brillante, sino que utilizó su conocimiento y su posición para convertirse en una defensora incansable de los derechos de las mujeres en uno de los contextos más adversos de nuestra historia reciente. Su coraje, abandonando la comodidad de su posición, sembró muchas libertades que hoy damos por sentadas. Recordarla no es solo un acto de justicia: es una obligación moral.
Tal y como se recoge en el texto recientemente publicado por Ediciones Fides, Mercedes Formica. Retrato de apasionado de una mujer valiente, hay que recordarla como una mujer brillante, valiente y contradictoria. Como alguien que desafió al poder desde dentro, con las armas del derecho y la palabra. Una mujer que luchó por la emancipación femenina desde las contradicciones y límites de su tiempo. Que hoy apenas se pronuncie su nombre es una prueba más del olvido que sufren quienes no caben en los moldes ideológicos prefijados. Nuestra obligación es proclamar que quien abre caminos no merece el olvido, sino el homenaje.