Lo reconozco, rara vez veo una película española. Me gusta el cine y soy consciente de que hay cineastas y actores de gran calidad. Sin embargo, tras años de constantes decepciones, temáticas repetitivas y de tanto rojerío y adoctrinamiento, una ha llegado a cansarse. Y es que cada vez que veo como se regodean los gobiernos cuando en los créditos iniciales de cualquier bodrio aparecen bien grandes los emblemas de todos los ministerios y entidades públicas que han soltado pasta, me pongo mala y pienso en por qué si los grandes periódicos viven de la publicidad institucional, no ponen en primera página el logo del Ministerio de Igualdad donde recen en Times New Roman las palabras «periódico financiado por el gobierno de España».

Como casi todo hijo de vecino ando por la vida con el «si yo fuese» en la boca y me imagino cómo arreglaría el mundo en cinco minutos si una servidora gobernase. Pondría patas arriba España, y Dios sabe que se acabaría el negocio de la publicidad institucional de un plumazo. Manipular es tan sencillo como parece, a través de ingentes ingresos en pseudo publicidad del gobierno, se dicta la línea editorial del periódico en cuestión. Es uno de esos fantásticos trucos de magia inventados por los de arriba para tenerte desinformado y controlado legalmente, donde al final tus impuestos van a parar a las manos de Inda, Pedro J, el grupo Prisa y compañía, quienes dependiendo de la cantidad que reciban, omitirán noticias, mentirán en otras, y si se paga bien, directamente se las inventarán. Así de fácil.

El problema ya no son los medios, prostíbulos de la información. El problema es el origen de su financiación, que al fin y al cabo es nuestro bolsillo. Los medios no dejan de ser empresas privadas y están en pleno derecho de venderse a precio de fulana, pero no entiendo en qué momento la sociedad ha aceptado que detrás de las subidas de impuestos una parte se destine a mantener los chiringuitos abiertos de par en par. El Estado bien sabe que están a un soplo de acabar con su cuerpo sobre la lona, que si tuviesen que vivir de suscripciones habrían desaparecido hace tiempo y resulta vergonzoso ver cómo el Gobierno se aprovecha para convertirlos en mera propaganda.

Hubo un tiempo en el que ser periodista significaba algo, eran valorados e incluso admirados. Hoy, decir que trabajas en un periódico es como afirmar orgulloso que eres el que toca el triángulo en las orquestas. El prestigio ganado en el pasado gracias a informar, investigar y contar la verdad ha desaparecido. Las redacciones, trufadas de becarios recién salidos de la carrera, se parecen más a las cocinas del McDonald’s que a los templos de la información que se presuponen. Allí sólo se transcriben, se envasan al vacío y se empaquetan noticias que redactan en la agencia EFE. Cientos de millennials mileuristas reproduciendo lo que el de arriba les manda mientras él y sus amiguetes del gobierno y los sindicatos se reparten la panoja. Los principios, si alguna vez los hubo, desaparecen en el momento en el que si por contar la verdad, lo que te juegas no es llevar el pan a la mesa, es poder lucir el Panamera por la calle.

Es normal que tengan sus días contados y que pequeños periódicos, youtubers o twitteros con dignidad les hayan comido el bollicao. El abanico de posibilidades es infinito y ya no estamos obligados a tragarnos lo que nos sirven en la mesa. Personalmente prefiero leer el canal de Telegram de Alvise, el perfil de Twitter de Rubén Pulido o ver un vídeo de InfoVlogger antes que escuchar cinco minutos a Susanna Griso o leer Lo País.