Charlaba el otro día con un grupo de amigas que me justificaban que los hombres se vieran perjudicados por el hecho de ser hombres en determinadas leyes porque, claro, son los hombres los que, normalmente, agreden a las mujeres. Por lo tanto, opinaban ellas, tenía toda su lógica que, si son los hombres los que de forma mayoritaria cometen esos crímenes, que la legislación no sólo les proteja menos que a las mujeres, sino que les usurpe la presunción de inocencia por su sexo. ¡Si casi siempre son ellos!, exclamaban.
Yo no salía de mi asombro y trataba de explicarles que la ley debe ser igual para todos, que así lo fija la Constitución y no sólo eso, sino que es, evidentemente, lo justo. Se me ocurrió para ilustrarlo un ejemplo muy políticamente incorrecto, pero que creí que les haría reflexionar.
Si, de acuerdo con la estadística, los inmigrantes roban más en España, ¿debería la ley, a priori, perjudicarles? Si esos inmigrantes fueran, por ejemplo, senegaleses, ¿verían bien que la ley, como estadísticamente estos extranjeros negros cometen más crímenes, fuera contra ellos más severa que contra un español blanco? Rotundamente no. Lo verían una salvajada. Lo que es. Entonces ¿por qué no lo ven igual de terrible con los hombres?
Resulta curioso como argumentos que si tienden hacia un sentido —el válido para la moral de la izquierda— son plenamente aceptables y, en cambio, si el mismo argumento se aplica en otro ámbito que no gusta a la todopoderosa ética de lo políticamente correcto es una aberración. Véase este caso.
Otro ejemplo muy ilustrativo sería el del famoso «jarabe democrático». Como decía Pablo Iglesias, los políticos tienen que aguantarse si se les monta un escrache en la puerta de su casa porque forma parte del oficio. Pero ¡ay a quien se le ocurra acercarse al chalé de Galapagar! O a quien se acerque a rezar a la puerta de un centro en el que se practiquen abortos y a entregar información sobre alternativas a las madres ¡a la cárcel!
Me comentaba un colega que hoy ser revolucionario es todo lo contrario de lo que fue. El establishment se ha mimetizado tanto con el supuesto discurso «progresista» que se es infinitamente más underground atreviéndose a salir de eso: si te atreves a opinar distinto que las Àngels Barceló, las Julias Oteros y los Jordis Évoles.
Te juzgarán mucho más, te intentarán censurar, porque no has pasado por el rodillo del pensamiento único. Pero merecerá la pena.