El anuncio de la retirada de Joe Biden se prujo tras casi un mes de campaña orquestada de presión, después de que su pésima actuación en el debate de finales de junio hiciera todavía más imposible seguir ocultando que el inquilino de la Casa Blanca sufre serios problemas cognitivos.
La mayoría de los principales actores de la política demócrata no tardaron en apoyar a la vicepresidenta Kamala Harris. En los días siguientes, los principales aspirantes potenciales de Harris se alineraron con ella, tanto que el siguiente lunes por la noche, la agencia Associated Press ya afirmaba que la candidata contaba con el apoyo de «mucho más de los 1.976 delegados que necesitará para ganar» la nominación. Con una campaña propagandística sin fisuras, no le costó alcanzar la designación como candidata demócrata a la Casa Blanca.
Por su trayectoria profesional, su fallida campaña en 2020 y su paso por la vicepresidencia de Biden, ya podemos estar seguros de que una presidencia de Kamala Harris sería horrible. Una administración encabezada —aparentemente encabezada— por Harris representa más una continuación de la doctrina Obama-Clinton-Biden de intervencionismo progresista en el interior y en el exterior, una aceleración.
Como vicepresidenta, se mantuvo estrechamente alineada con las medidas más nocivas aprobadas desde Washington. Participó entusiasta en la respuesta represiva contra la población con la excusa de un virus, defendió los esfuerzos para ampliar la política industrial del Gobierno federal y empujó el plan ilegal y regresivo de condonación de préstamos estudiantiles.
Hacia el exterior, a principios del mandato de Biden, Harris se puso al frente de la gestión de la frontera sur, que cualquiera, con independencia de su opinión sobre la inmigración masiva, ve como un caos absoluto. Nada cambiará en lo que se refiere a las guerras de Ucrania y Gaza, así como a la creciente militarización de los Estados Unidos en el Pacífico. Sobre la retirada de Afganistaán, tanto en la campaña de 2020 como a principios de su mandato, Harris no apoyó el plan. El hecho de que Harris quisiera seguir vertiendo sangre y dinero estadounidenses en aquel proyecto fallido de construcción de un estado imposible dice mucho de ella.
Durante el mandato de Biden, han sido creadas y aplicadas algunas políticas medioambientales más terribles, costosas y francamente antihumanas. No contenta con ello, Harris ha querido ir mucho más lejos y aprobar un colosal plan climático de 10.000 millones de dólares que, al estilo del llamado Green New Deal que copatrocinó en el Senado, pretende reestructurar toda la economía para intentar instaurar una utopía verde antes de 2050.
Harris también es peor que Biden en lo que se refiere al comercio y al impulso de la universidad financiada con fondos federales. Como señaló Ryan McMaken en 2020, cuando Biden anunció a Harris como su compañera de fórmula, muchos de sus detractores se equivocan al calificarla de radical o de instrumento de la extrema izquierda. En palabras de McMaken, «la verdad es en realidad mucho más alarmante. Los radicales tienen tendencia a perder las batallas políticas, porque a menudo se basan en principios. Es poco probable que Harris tenga ese problema». Harris no sólo no defiende principio alguno, además sus ambiciones políticas más descabelladas se ajustan perfectamente a los planes de las castas globalistas dominantes. Eso es lo que la hace tan peligrosa.
El Gobierno federal interviene constantemente en la economía, en las vidas de los habitantes de los Estados Unidos y, más allá de las fronteras nacionales, en regiones de todo el mundo para redistribuir el dinero de los estadounidenses pobres y de clase media a los bolsillos de los ricos con conexiones políticas. Harris no representa ninguna amenaza para este esquema, y su administración, como la de Biden, encontraría poca resistencia por parte de los medios de comunicación, las élites empresariales y el aparato administrativo burocrático.