El trato que una sociedad da a sus mayores y a sus pequeños es sin duda uno de los principales parámetros que determinan su grado de progreso. No obstante, en un momento como el actual en que la humanidad actúa en ocasiones como si avanzara hacia ninguna parte —o hacia el propio abismo—, incluso los principios supuestamente más asentados parecen tambalearse, pudiendo llegar a poner en cuestión el propio significado de la palabra progreso.

Quizá el cuidado de nuestros ancianos responda simplemente a que el día de mañana es así como queremos ser tratados, presumiendo que es la voluntad de todos el llegar a viejos. En ese caso, más que por la empatía, rasgo exclusivo del ser humano, actuaríamos movidos por la preocupación personal. Habida cuenta, sin embargo, de que no son nuestros abuelos quienes nos cuidarán en un futuro cuando caminemos a tres patas, no sería del todo ingenuo pensar que nuestra dedicación hacia ellos nace del agradecimiento por los servicios prestados y el reconocimiento a su altruista labor.

En el caso de los niños, la raíz de su guarda es inequívoca. En palabras de Jacinto Benavente: «En cada niño nace la humanidad». Y es que, además de la preocupación que despiertan en nuestra razón los más indefensos, sin el cuidado de la prole, la sociedad deviene yerma ya que, si bien aquélla no nace sabiendo escribir, esculpe con cada día de su propia vida el futuro de todos.

Pocas cosas comparte de manera tan íntima el hombre con el resto de los animales como el cuidado de su progenie, una conducta ancestral que no es sino la garantía de su pervivencia como especie y cuya duración está estrechamente ligada al grado evolutivo de cada una de éstas.

Si partiendo de esta idea puramente biológica que sitúa al ser humano como el animal más desarrollado resulta antinatural cualquier acto perpetrado contra sus propios vástagos, la realidad alcanza el delirio cuando es papá Estado, ése que vela por todos, el cooperador necesario de la violencia ejercida contra los menores.

La pasada semana pudimos presenciar dos hechos de esos que arañan el alma y que, perteneciendo a contextos diferentes, guardan una estrecha relación: son la puesta en escena del fanatismo más feroz, aquel capaz de barrer como un torrente de bilis cuanto encuentra a su paso sin importar siquiera si son niños a quienes arrolla. Sería injusto, sin embargo, tratar el presunto abuso sexual sufrido por el hijo de la condenada Juana Rivas y el acoso a un valiente de apenas cinco años en Canet de Mar por querer recibir el 25% de sus clases en español —teniendo derecho a ello por sentencia— sin apuntar que éstos no son más que dos figurantes en esa larga lista de jóvenes que han sufrido en sus carnes el sectarismo de un Gobierno que los deja atrás. España es el Belén en el que un Herodes disfrazado de feminismo y unidad calla mientras su falso credo cercena la infancia de decenas de inocentes con fustas de toda índole que marcan a las víctimas con el imborrable recuerdo de violaciones a manos de quienes debían mirar por ellas en Baleares o el de ver a su captora siendo aclamada cual heroína por prensa y Gobierno.

Una sociedad que consiente o participa de cualquier atrocidad perpetrada contra un niño es una sociedad corrompida hasta el tuétano, un país que se ataca a sí mismo instruyendo a sus pequeños en odios, rencores y crueldad de los que no tenían recuerdo y que devolverán a la sociedad cuando con los años esa carga resulte insoportable.

Entre quienes callan y los autores de la barbarie se encuentra la bandada de secuaces que esperan cobrar su parte de la pieza, aquellos que no dudan en filtrar informes parciales o hurgar en las redes sociales del juez de turno a fin de desacreditarlo, buitres que no vacilan en rasgar la carne tierna de indefensos con tal de llenar el buche. Arrastran a la ciudadanía a un debate maniqueo que contrapone la protección a los niños con el feminismo o que llega a enfrentar el derecho a aprender español con el bienestar de un menor.

El punto en que se encuentran ambos casos es el de la deshumanización de quienes participan en ellos. Si hay algo característico del hombre, es la empatía, ésa que nos permite, gracias a nuestra razón, ponernos en el lugar del otro y reconocernos en él. Esta señal de nuestra superior evolución se desvanece cuando los salvajes amordazan a la conciencia y no les tiembla el pulso a la hora de apartar cualquier atisbo de compasión hacia los padres de las criaturas, unos progenitores a los que da igual si se les roba el recuerdo de ver crecer a sus hijos secuestrados mientras se les tilda de maltratadores, o a los que se les hace víctimas de esa violencia por la que las hienas tanto exclaman en otros ámbitos pero que aquí parece resultar admisible, la vicaria, la que usa a un menor de cinco años para replicar con la peor de las cobardías en sus padres el horror vivido por aquél.

Y a todo esto se une el cinismo, la tremenda hipocresía de aquellos que claman al cielo por los casos de bullying, los niños que no pueden recibir charlas LGTBI, la imagen del cuerpo inerte de un crío varado en la orilla, los miles de niños famélicos del Madrid de Carmena, la presunta coacción que padecen cuando eligen jugar con aquello que quieren, o incluso la infinita rabia que desata cualquier afrenta consumada contra un animal, algo que parece suscitar mayor indignación que un acoso alentado por un Gobierno autonómico o un abuso silenciado por el Gobierno de la Nación. Porque «los hijos no son de los padres», pero, al parecer, tampoco del Estado si hay que velar por ellos, salvo que procedan de la frontera, en cuyo caso sí «son nuestros niños», los de todas y todos.

Ninguna sociedad debería quedar impune por el robo a los más pequeños de su bien más preciado, que no es otro que esa infancia que no vuelve, niños soldado del campo de la batalla política y de la ideología más brutal. En definitiva, menores despojados de inocencia y que conocen precozmente la potencialidad de la miseria humana.

La sociedad que no cuida a sus hijos como un tesoro de todos corre el riesgo de convertirse en un Cronos que dando muerte a su prole se está devorando a sí mismo, una España que, no protegiendo a la más clara expresión de que sigue viva, está deglutiendo su propio porvenir.