Varones fornidos, fuertes y robustos como robles nervudos. Tripas tostadas y endurecidas con litros de malta. El hombre que no llora y al que Bosé le dedicó un temita cuando él era una chica Almodóvar. Hablamos de esa clase de fulano al que las marcas martillearon en el imaginario colectivo como un señor que por la mañana se iba de casa con el sombrero del tajo puesto y volvía a la semana siguiente con una lavadora nueva y un tufo a golfería en el rellano.
Son éstos, los de los dos coches y las dos vidas, los que siempre han renunciado al psicólogo (piscólogo de ahora en adelante) como vía para civilizarse en una sociedad patológica. Ellos saben que no hay nada que no pueda resolver un buen Ducados, una partida de mus, alguna travesura en la trastienda y dos lingotazos de DYC. Los más píos, los mejor apostados en la trinchera cultural, ante el sinsentido de apagar el aire acondicionado en julio porque el próximo recibo está al caer, con Yahvé, Ratzinger y Luka Módric en pretemporada tienen de sobra.
Hablamos, cómo no, de los padres constitutivos de esa especie en extinción que son las familias con guasap de cole concertado y pisito en Denia porque en Benidorm estaba todo copado hasta la sexagésima línea de playa. Los del mismo empleo desde hace treinta años y la misma sonrisa de incredulidad jocosa cada vez que les llega algún meme de Ferreras o de auténtico placer secreto —a lo Titta Di Girolamo los miércoles a las diez en Las consecuencias del amor— cada vez que se recrean con esos piolines felicitando los buenos días al son de la bachata.
Ellos, los boomers con testosterona bien calibrada en la reserva, no van al piscólogo porque no lo necesitan, porque eso es para maricas. Porque claro, ¿qué va a saber un soplagaitas con un titulito de sus jaleos de cama con la secretaria o sus partiditas de estraperlo o de sus correazos ante el lerdo que no saca las mates de tercero de la ESO?
Muchos, que se arriman a la ascua del Tinder pasado el vórtice de sucesos con toquecitos votoxeros, han sorteado la carestía engañando a sus coetáneos generacionales, que han quedado, como una orquesta de sonámbulos que silban de miedo, a merced de las compras matutinas entre semana en el Mercadona.
¿Dónde quedó aquel chico espigado que corría la banda de la huerta con el balón cosido al píe? ¿Quién le ha robado el tupé a su fiesta de abril? No lo saben, se les ha olvidado.
Y entran en el bar, y esperan a que un currelas deje el Marca con los churretones grasientos de las porras encima de la barra. Y relee lo que ya había visto cuando se fue al baño en el móvil. Y escucha al pibonazo del Tiempo. Y apura el carajillo mientras se va al parque a esperar que la muerte haga su trabajo mientras su mujer se parte el lomo bordando las siglas de la nieta en el babero pequeño y las de su marido en el babero grande porque, todo apunta a que aquel que no quiere ir al piscólogo, más antes que después, se verá en el apuro de la demencia y el mutismo. Hecho que en casa no marcará la diferencia pues los críos se hicieron mayores, la mujer fea y triste y los documentales de morsas asesinas seguirán marcando la pauta para la siesta de ese Anodino Pérez que tenemos como tío, primo, abuelo o padre.
Y la luz seguirá subiendo con Joaquín Sabina y su Física y Química cogiendo polvo en el estante al lado de la primera foto de familia en Denia, revelada una semana después como una ilusión, como el fruto de un sueño de verbena que decía que para los miserables la vida tenía alguna expectativa de mejora no haciendo absolutamente nada sino dejándose arrastrar por esa mugre de mierda que avanza hacia el levante reurbanizado.